Un paria reaccionario en la patria libertaria

Parece que la batalla por el buen uso del lenguaje corresponde a un juego del que uno ha aceptado formar parte a pesar de haberlo perdido en un inicio. Sucede con tal frecuencia que, ante la inevitabilidad, uno tiende a pensar que no hay más fin que la resignación. Será una deficiencia en la educación, una tara en la capacidad de pensamiento de los demás o un error que tiene que ver con la ingenuidad propia, pero nada de lo que uno hace parece disuadir a la gente cuya visión, en el mejor de los casos, abarca tan solo dos metros. El resultado es que uno queda como un paria en la nación de los que sufrieron la cruz de no aprobar satisfactoriamente sus cursos primarios de compresión de lectura, gastando inútilmente las palabras en tratar de que ellos capten el mensaje: no soy libertario ni escribo para contribuir a esa ideología difusa. Y a pesar de esa aclaración que no deja lugar a dudas, no son pocos los que insisten en decir que lo que sea que piensa uno tiene también un sitio dentro de la quimera abyecta del libertarismo.

De vez en cuando aparecen personajes cándidos que acusan de no ser libertarios a los que concuerdan con muchos puntos de lo que en este espacio se defiende. Aunque su juicio pueda parecer correcto, habría que decir que no lo es porque asumen que uno intenta pasar por uno de ellos. Nada más alejado de la verdad. Lo que se busca es la sana distancia de la enfermedad del relativismo y de la pandemia de la vulgaridad de las ideas. De ahí que juzguemos patológico el eclecticismo de los tibios: nada bueno sacamos en pensar que, solo porque tenemos un par de puntos en común, es buena idea compartir la casa con los progresistas de libre mercado, los que no distinguen su izquierda de su derecha, los objetivistas recalcitrantes, los ateos militantes, los socialdemócratas que creen ser minarquistas, los guerreros de la justicia social, los anarquistas que odian más al Estado de lo que aman la libertad, los globalistas suicidas de las fronteras abiertas y los ciudadanos del mundo antioccidentales. 

Podría ser muy específico y decir que soy parte de eso que en el mundo de habla inglesa se llama la derecha disidente, la derecha alternativa, el paleoliberalismo o el postliberalismo (¡el espacio común entre el liberalismo y el conservadurismo clásicos!). Si eso no convence a nadie, entonces lo que hace falta es hablar en buen criollo: si existe este blog no es por la necesidad de enmendar el libertarismo —suponiendo que es posible hacerlo, que no lo es—, sino porque considero que lo único que vale la pena sobre este tema es sacar a la luz su absurdo. Nadie dijo que tomar la píldora roja fuera grato. Quien lo haga se dará cuenta de que el fin de su pensamiento libertario no era más que el devenir de todas las ideologías fallidas: un lugar en el vertedero filosófico. Por eso es que hace mucho abandoné la idea de construir un libertarismo con lindos adjetivos. Todos sabemos que sigue sin ser bueno vivir con un poquito de cáncer; lo deseable es no tenerlo. Antes de que prolifere más hay arrancarlo de raíz, echarlo al fuego y dejar de ver con solemnidad las cenizas de la decadencia. Solo entonces seremos liberales y conservadores clásicos decentes.

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1 Comentarios

  1. La píldora roja es chunga de tragar. Uno cree que se trata solo de curar una enfermedad que afecta a una parte de el, cuando termina descubriendo que afecta a todo su cuerpo, sus creencias e ideas. Duele, confunde. Pero lo volvería a hacer.

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