No le haga caso a los escritores progresistas


Empecemos por tomar este texto como lo que es: una simple diatriba posmoderna cuyo subtítulo podría ser “por qué dejé de seguir a escritores por Twitter” o “por qué dejé de interesarme por lo que los autores y sus novias, parejas o viudas tienen que decir sobre cualquier otra cosa que no sea su obra”. 

Los escritores no tienen nada que decir si no es a través de la literatura. Alguna vez cometí el error de sentir curiosidad por los comentarios que los autores hacen al margen de sus letras. Lo que en la gran mayoría de los casos uno escucha no es más que lugar común. Curioso, porque quienes entienden de estilo literario evaden como la plaga cualquier rastro de cliché. No así al momento de las opiniones, que son siempre moldeadas de acuerdo al relato único de los intelectuales. Son vanos pero se sienten profundos; creen transgredir algo pero solo reiteran las ideas de la masa; muchos se enemistan entre sí pero no dicen nada esencialmente distinto. Esos autores van por millares hacia el mismo sitio, a su catedral del pensamiento unitario. Si alguien en serio cree que hay algo interesante en el regodeo de los progresistas, que se una a la procesión donde seguramente recibirán muchas palmadas en la espalda y abrazos grupales.

Podría ser una falta de compromiso de mi parte. No lo dudo, si es que por esa palabrucha manida del compromiso se entiende la adhesión a ese tipo de ideas y no a otras convicciones con peor prensa. Por ejemplo, cuarenta delincuentes, en medio de una protesta social, secuestran e incendian un camión. El idiota útil, es decir el escritor comprometido, sale rápido a relativizar el terrorismo de igual manera que lo hace la manada. Pero si mencionar el contexto mejicano le molesta a los sensibles, pensemos que esa misma estirpe de escribidores se comporta de manera similar en cualquier otro lado, ya sea tendiendo más simpatía por los terrucos que por los militares en el Perú o los que aun consideran que los Montoneros de la Argentina eran simples idealistas. 

Hacia el final de Plataforma de Michel Houellebecq —a este sí hay que hacerle caso— un grupo de musulmanes perpetra un acto de terror en contra del resort que han creado los protagonistas. La prensa se pone del lado de la indignación de los radicales, que veían en esa empresa un atentado a su identidad y moral. No solo se vuelve víctima el criminal, sino también se victimizan las ideas que tienen los idiotas o los potenciales criminales. Al francés le cayeron un par de demandas, pero si su literatura tiene hoy en día gran arraigo es porque quizá hay gente que, como yo —es decir, los que no tenemos ese compromiso chapucero con la irracionalidad y las ideas revolucionarias—, está harta de las reiteraciones vanas de todos los demás autores. Será mejor ignorarlos. Uno no se pierde de nada que no oiga en la explanada de alguna universidad o de boca de un pariente oligofrénico al que la cerveza le ha sacado de la garganta la indignación por el mal gobierno.

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