Defender la libertad de expresión como la conciben los socialdemócratas es fácil, cómodo e incluso redituable en términos políticos, mientras que hacerlo desde la óptica del liberalismo auténtico en muchas ocasiones supone un suicidio. Los primeros tienen el amparo de lo que en la actualidad llamamos la opinión pública, monopolizada hoy en día por todo lo que es políticamente correcto, nuestras buenas consciencias contemporáneas, las verdades inefables de esta era. Los segundos, en cambio, van siempre contra corriente porque deben reivindicar el derecho a expresar aquello que en la actualidad se considera que debe censurarse.
Solo pregúntese lo siguiente: ¿Cuántas veces hemos oído de peticiones para que el Estado regule lo que puede o no decirse en los medios de comunicación porque algunas opiniones pueden ser ofensivas para determinado grupo, llámese gays, negros, inmigrantes o la "minoría" que a usted más le guste? En el contexto actual, ¿qué pasaría si alguien públicamente, en un canal de televisión con gran audiencia, se denostara sin ambages a una determinada raza o si alguien filmara un programa en el que se cataloga a la homosexualidad como un trastorno mental o si una cadena hace un documental revisionista para negar el Holocausto y reivindicar los objetivos del nacionalsocialismo? ¿Lo soportaríamos o veríamos surgir miles de voces exigiendo la censura de dichos contenidos porque resultan ofensivos e injuriosos y, por lo tanto, es justificable que el Estado pase por encima de los derechos de quienes emiten tales opiniones?
El tema de la libertad, cuando se lo analiza desde esta perspectiva, puede ser particularmente incómodo. Hoy en día aquellos que osan saltar los cánones de la corrección política son sometidos al escarnio público y quienes defienden el derecho a la ofensa, es decir los liberales consecuentes, son también perseguidos y, encima de todo, son tildados de apologistas del odio y la violencia. No se dan cuenta los apóstoles de las buenas consciencias contemporáneas que incurren en la vieja tentación totalitaria de negar la libertad de aquellos cuyas opiniones pueden generar enojo entre determinados sectores que han sido sacralizados —no heterosexuales, discapacitados, enfermos, gente no blanca, pobres, etc.— porque suelen ser considerados como víctimas de la historia, del patriarcado, de la sociedad eurocéntrica o de lo que usted quiera. ¿Quién, entonces, defiende a los ofendidos? La respuesta liberal es sencilla: ellos mismos. De la misma manera que debemos garantizar el derecho a tener opiniones incómodas también debemos reivindicar la legítima defensa. Pero solo eso. Como bien dice Albert Esplugas:
Pensemos en las implicaciones de permitir que el Estado regule las expresiones ofensivas. En primer lugar estamos aceptando de manera explícita que se viole la propiedad privada. Si el conductor de un programa de televisión declara su desprecio por las mujeres debería ser responsabilidad única de la empresa el decidir si es conveniente expulsar a ese trabajador. En cambio cuando se pide que el Estado, a través de algún organismo censor, obligue a la empresa a despedir a dicha persona estamos aceptando que, después de todo, es legítimo establecer reglas sobre una propiedad que no es la nuestra. Luego, si somos consecuentes, deberíamos permitir que el Estado regule lo que nosotros decimos al interior de nuestras casas y que nos obligue a aceptar que entre gente indeseable porque la propiedad privada no es más importante que un tercero. En segundo lugar, si aceptamos la necesidad de regular la ofensa entonces habría que permitir que cualquier ofendido, por la razón que sea, incluso por la más estúpida —digamos, el conductor comentó lo ridículo que es combinar un nombre en sánscrito con un apellido castellano, como Krishna Avendaño—, pida que se censure a quien se nos dé la gana, quizá ni siquiera por razones legítimas.
La disyuntiva es sencilla: o cedemos a la tentación totalitaria o defendemos la libertad aunque sea incómoda y pueda agraviarnos incluso a nosotros.
Solo pregúntese lo siguiente: ¿Cuántas veces hemos oído de peticiones para que el Estado regule lo que puede o no decirse en los medios de comunicación porque algunas opiniones pueden ser ofensivas para determinado grupo, llámese gays, negros, inmigrantes o la "minoría" que a usted más le guste? En el contexto actual, ¿qué pasaría si alguien públicamente, en un canal de televisión con gran audiencia, se denostara sin ambages a una determinada raza o si alguien filmara un programa en el que se cataloga a la homosexualidad como un trastorno mental o si una cadena hace un documental revisionista para negar el Holocausto y reivindicar los objetivos del nacionalsocialismo? ¿Lo soportaríamos o veríamos surgir miles de voces exigiendo la censura de dichos contenidos porque resultan ofensivos e injuriosos y, por lo tanto, es justificable que el Estado pase por encima de los derechos de quienes emiten tales opiniones?
El tema de la libertad, cuando se lo analiza desde esta perspectiva, puede ser particularmente incómodo. Hoy en día aquellos que osan saltar los cánones de la corrección política son sometidos al escarnio público y quienes defienden el derecho a la ofensa, es decir los liberales consecuentes, son también perseguidos y, encima de todo, son tildados de apologistas del odio y la violencia. No se dan cuenta los apóstoles de las buenas consciencias contemporáneas que incurren en la vieja tentación totalitaria de negar la libertad de aquellos cuyas opiniones pueden generar enojo entre determinados sectores que han sido sacralizados —no heterosexuales, discapacitados, enfermos, gente no blanca, pobres, etc.— porque suelen ser considerados como víctimas de la historia, del patriarcado, de la sociedad eurocéntrica o de lo que usted quiera. ¿Quién, entonces, defiende a los ofendidos? La respuesta liberal es sencilla: ellos mismos. De la misma manera que debemos garantizar el derecho a tener opiniones incómodas también debemos reivindicar la legítima defensa. Pero solo eso. Como bien dice Albert Esplugas:
Al fin y al cabo, se puede ser homófobo y liberal. Uno puede sentir aversión hacia los homosexuales y defender que tienen pleno derecho a hacer lo que quieran mientras no infrinjan la libertad de nadie. También se puede ser racista y liberal. O machista y liberal. Y por supuesto cualquier individuo tiene derecho a discriminar a quien quiera en el ámbito privado, o a proferir opiniones controvertidas. La libertad ampara cualquier expresión de desprecio u odio al prójimo, lo mismo que ampara la contestación, la humillación y el ostracismo de los intolerantes.
Pensemos en las implicaciones de permitir que el Estado regule las expresiones ofensivas. En primer lugar estamos aceptando de manera explícita que se viole la propiedad privada. Si el conductor de un programa de televisión declara su desprecio por las mujeres debería ser responsabilidad única de la empresa el decidir si es conveniente expulsar a ese trabajador. En cambio cuando se pide que el Estado, a través de algún organismo censor, obligue a la empresa a despedir a dicha persona estamos aceptando que, después de todo, es legítimo establecer reglas sobre una propiedad que no es la nuestra. Luego, si somos consecuentes, deberíamos permitir que el Estado regule lo que nosotros decimos al interior de nuestras casas y que nos obligue a aceptar que entre gente indeseable porque la propiedad privada no es más importante que un tercero. En segundo lugar, si aceptamos la necesidad de regular la ofensa entonces habría que permitir que cualquier ofendido, por la razón que sea, incluso por la más estúpida —digamos, el conductor comentó lo ridículo que es combinar un nombre en sánscrito con un apellido castellano, como Krishna Avendaño—, pida que se censure a quien se nos dé la gana, quizá ni siquiera por razones legítimas.
La disyuntiva es sencilla: o cedemos a la tentación totalitaria o defendemos la libertad aunque sea incómoda y pueda agraviarnos incluso a nosotros.
7 Comentarios
EL OTRO LADO... LA OFENSA A UNA MAYORÍA SIEMPRE DEFENDIDA POR EL ESTADO
ResponderBorrarhttp://www.aciprensa.com/noticias/aci-prensa-identifica-y-denuncia-ante-la-ley-a-administrador-de-pagina-anticatolica-88219/#.UTDM3TDexie
Muy buen artículo, me has hecho pensar. Enhorabuena desde España
ResponderBorrar¡Acabo de descubrir tu blog y me encanta! ¿Se puede saber desde qué país escribes?
ResponderBorrarDesde Méjico, mientrasdure983.
ResponderBorrarMuy cierto lo que escribes paisano... en otros foros más populacheros como Yahoo México, cada vez que uno defiende el valor fundamental del individuo, la libertad de hacer lo que se le ocurra que es bueno con su vida y con su cuerpo, arde el foro en insultos y demás linduras sobre el que lo defiende. Yo no gusto de la homosexualidad, soy felizmente casado, pero si fulanito quiere ser gay, es su vida, su cuerpo y su DECISIÓN. Creo que el valor perdido en los colectivistas y demás socialistas apestosos es el RESPETO, no hacia los hechos, sino hacia los derechos de cada quien. Si algún fanático quiere ser adorador del nazareno, ADELANTE! Pero que respete a los no creyentes que se encuentre... A mí me parece abominable el aborto, pero si una mujer, así sea la mía, lo decide, pues es su cuerpo y su decisión, ya veré si sigo con ella o no, pero no la obligaría a tenerlo si no lo quiere. Felicidades por el post y el foro, es muy grato encontrar gente que defiende valores como la libertad, el individualismo y demás. Saludos!
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarKrishna, creo que en alguna ocasión tuve una discusión sobre esto contigo (que no olvido) en uno de esos grupos liberchairos que lamentablemente pululan en las redes. En aquella ocasión me comporté como un testarudo estatista que no veía nada malo en regular la difamación.
ResponderBorrarTardé en cambiar mi parecer, pero lo cambié.
Me parece que un excelente argumento (utilitarista, como diría Rothbard) a favor de desregular la difamación lo hizo Miguel Anxo Bastos: desregular cualquier tipo de difamación reduce el precio de difamar. Como el precio es menor, se difama más. Como se difama más, la carga de la prueba de que la difamación contiene un grano de verdad recae en el difamador. Y eso es favorable hacia la víctima de la difamación, quien de principio no necesita hacer nada para defender su reputación (whatever that means).
¡Un saludo! Es un gusto haber encontrado este blog. Me agrada cómo escribes.