More femenine than any woman... But he's a guy. |
De pronto despertamos y nos hemos dado cuenta de que asistimos, o más bien somos llevados empujones, a la orgía totalizadora del progresismo. Si ya en el Sínodo bergogliano resonaban ecos proféticos sobre la banalización de lo tradicional, toda vez que parece sugerirse que es la eternidad lo que ha de ajustarse a los modos novedosos del hombre y no este a lo que le ha sido desde siempre común y natural, hoy vemos que no hay resquicio que se libre de la fiebre revolucionaria de lo que en épocas mejores considerábamos como la norma. Pero antes de que esto devenga un argumento teológico, baste hacer notar que estos eventos tan solo ayudan a constatar con indudable claridad la dirección de la deriva del mundo occidental. Si la estructura que los ingenuos, los alarmistas y sobre todo los modernizadores impacientes creían monolítica ha visto sacudidos sus cimientos, con más razón deberíamos dejar de dudar cuando se afirma que se vive un proceso de cambio no solo en las costumbres de los mundanos, sino también en el modo de entender la natura humana a la luz de la sociedad actual.
Qué mejor forma de consolidar la agenda que actuando sobre el lenguaje. Mientras que algunos académicos salen de vez en cuando a la defensa del sentido común y demuestran la idiotez intrínseca del lenguaje de género, la Real Academia Española, como toda buena institución neoconservadora, se apresura a salir al escenario como aquel anciano que se viste de pantalones cortos. De la mano de los amigovios y el papichulo que de tan bobos no ameritan escarnio, se reitera como válido y relevante en el mamotreto inefable el feminicidio, término que es propio de las mentes trastornadas que ven mayor gravedad en el asesinato de la mujer que en el del hombre, como si fuese posible establecer una diferencia cualitativa en el valor de la vida de ambos. Así nos va en nuestros tiempos posmodernos: la vida humana relativizada en un mundo donde el horror del homicidio es importante no por la condición de humanidad sino por las motivaciones, reales o interpretadas de acuerdo al humor del juez en turno, de quien perpetra el crimen.
Nada más patético que el beta humillado que, postrado y con la cabeza agachada, es incapaz de entender que para la feminista y, en general, para el progresista nada será suficiente, siempre habrá algo que reformar, enmendar y volver a cambiar. Es la espiral del absurdo en la que ha caído el hombre derrotado, sobre quien los jerarcas de la lengua afirman que no hay en su masculinidad nada de viril ni enérgico. Quizá sea cierto lo que el ganado sagrado afirma cuando se analiza a fondo la naturaleza disminuida del hombre de nuestros tiempos, a quien la dignidad solo le alcanza no para asumirse como lo que debería ser sino para exigir compensaciones nimias: ahí, en la esquina de la vergüenza, están todos esos especímenes tristes que claman por la celebración de un día mundial del hombre o por la inclusión del masculinicidio en el libro de las definiciones.
Es probable que, en el gran panorama de nuestra caída, tengan una incidencia mucho menor que la de aquellos leguleyos que empezaron a usar un término absurdo antes de que la autoridad central de la lengua lo reconociera como válido. Y mientras que la RAE trata de correr a toda marcha para alcanzar los tiempos, quedarán en el tintero acciones más relevantes. A final de cuentas un idioma no es lo que dictan sus intelectuales sino lo que interpreta la mente de quien lo habla.
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