Tiempo atrás, cuando no pude soportar la indiferencia moral entre los libertarios y los progresistas —mejor dicho, los progresistas de libre mercado y los izquierdistas tradicionales—, escribí un artículo que me granjeó no pocos odios —y simpatías— entre mis correligionarios. Era el caso de un campamento, con cede en los Estados Unidos, donde los padres enviaban a sus hijos sin otro propósito que travestirlos. Se organizaban pasarelas, en las que los niños desfilaban con tacones, vestidos y maquillados. Pero ya que el campamento era privado y puesto que los padres tienen la potestad en la crianza de sus hijos, una facción del libertarismo encontró inadmisible que uno de los suyos ejerciera una crítica moral a prácticas que se llevaban a cabo a puertas cerradas. Quizá sea repugnante, pero no es asunto nuestro, decían. Razonaban de este modo: una vez que los liberales emitan recomendaciones morales, nada los detendrá de volcarse al conservadurismo social y, por consiguiente, al autoritarismo. No es del todo falso. La sociedad puede entenderse en dos dimensiones. La más evidente se refiere al conjunto de individuos que comparten un lugar en la geografía y que están unidos mediante un conjunto de instituciones, tradiciones y modos generales de asir el mundo y la experiencia que de este se deriva. Una dimensión más abstracta nos permite entender que, más allá de la cuestión cuantitativa y las demostraciones públicas del carácter general de los pueblos, la sociedad es en buena medida una forma de control sobre los impulsos de nuestra especie. La sociedad, sus leyes y tradiciones son una estrategia evolutiva. El corazón de las ideologías tiende a ser menos noble de lo que suponen los filósofos: en última instancia, no pretenden sino regular los grados de intervención admisibles sobre el comportamiento del hombre.
Escribí el artículo sobre el campamento de niños travestis con una intención triple. Me interesaba, en primer lugar, advertir al público general, tanto a mis simpatizantes como adversarios, sobre un proceso social en puerta: no la degeneración de los niños sino el establecimiento y normalización de la idea de que todo lo humano es maleable, con lo cual se pretende dar el paso final hacia un abandono completo a la naturaleza. En segundo lugar, no pretendía rendir un informe frío sobre la decadencia contemporánea sino, por un lado, sacar de su indiferencia a los liberales, y, por otro, romper o al menos fragmentar las ilusiones de los enamorados del mundo moderno, mostrarles que el progreso social no es virtuoso en sí mismo y que, en efecto, existe una clara distinción entre lo perverso, lo bueno y lo deseable. Por último, necesitaba revelarme ante mis lectores tal cual era, declarar sin ambages en qué consistían mis bases morales.
A decir verdad, no me sorprendí en lo absoluto cuando leí la noticia que me inspiró el artículo de marras. No estropeo la experiencia lectora de nadie si revelo que detento una visión poco romántica de la naturaleza humana. Debería ser evidente. Estaba consciente de que aquella no sería la primera ni la última nota que leería sobre pervertidos que se divierten con niños, haciéndoles creer que todo es un juego. Seguro de que en el pasado se ha caído más bajo, de que en el presente alguien está hudiéndose y de que en el futuro alguien alcanzará nuevos abismos, me sorprendieron la actitud, la tranquilidad y hasta el júbilo de medios de comunicación, padres, organizadores y personajes del medio intelectual. Tales reacciones ponían de manifiesto, y con gran elocuencia, hasta qué punto había llegado el actual mundo moderno sujeto a lo que algún sabio teólogo llamó la dictadura del relativismo. Quizá al observador cínico no sorprendan ni la maldad ni la corrupción, pero sí debería descolocarlo la indolencia.
Precisamente porque siempre se conocieron las flaquezas de la carne es que se erigieron los sistemas morales. Solo para recalcar lo que ya se anunciaba en el prólogo: no olvidamos que la sociedad premoderna era terrible. En algún lado escribí que Farinelli fue el producto más bello de una época degenerada. Podría mencionar las prácticas barbáricas de los asiáticos, los africanos o los amerindios, pero será mejor quedarme en Occidente. Es lo que me compete y, además, esta civilización no está escasa de prácticas vergonzosas que en algún tiempo fueron validadas por el poder oficial. La modernidad, por su parte, se presenta a sí misma como el estadio último de la evolución social. «La democracia no es el sistema perfecto, pero es el mejor que tenemos» es un eslogan que ya no sabemos a quién adjudicar porque todo mundo lo repite. Con esa misma aura de superioridad, se recrimina al pasado por la actitud barbárica de quienes detentaban el poder. Se cita la opresión femenina, el ataque encarnizado a los homosexuales, el racismo, etcétera. Pero en el discurso del moderno hay un aliciente que se traga con una píldora de condescendencia: el bárbaro del pasado no conocía nada mejor, trabajaba con lo que tenía, no había quien propagara los beneficios de los derechos humanos y detuviera sus prácticas terribles; aquel hombre en estado embrionario era poco menos que una bestia que apenas aprende a reconocer su reflejo en las superficies brillantes. Exagero, desde luego, con la esperanza de que el discurso hiperbólico eche algunas luces sobre la ceguera actual. Un hipotético hombre premoderno al menos contaba con la esperanza de un mundo distinto, el moderno está condenado porque, aunque no quiera aceptarlo, ya vive en su utopía y cree que no hay nada más allá de la modernidad. El progreso, en el contexto de una sociedad regida por la democracia y sus instituciones, es solo un mejoramiento a la máquina. O para decirlo en posmoderno: equivale a sacudir el hardware e instalar actualizaciones al software.
De los progresistas no espero nada sino la coherencia con su agenda, que se mantengan firmes e inventivos en su obsesión por desmantelar los fundamentos de la sociedad tradicional. Que aplaudan ante semejantes despliegues decadentes resulta aburrido por cuanto es lo típico en ellos. Eran otras personas las que me decepcionaban. Si la displicencia de los liberales devenía ya lo bastante incómoda, más amargo resultó comprender que, en esencia, adoptar una actitud distante y mantenerse indiferente a las convulsiones culturales de la civilización que en primer lugar hizo posible el surgimiento de nuestra filosofía —y no al contrario: Occidente no nació gracias ni al paradigma liberal ni a la economía de mercado, si bien esta lo hizo prosperar en términos materiales—, demostraba en última instancia una pasividad que en sí misma contradecía los valores fundamentales que ellos propugnan. Situaciones como las del campamento travesti no eran espontáneas ni se trataba de simples iniciativas privadas, nacidas de la preocupación de padres de hijos con disforia y empresarios comprometidos con la libertad sexual. Eran actos de ingeniería social, respaldados por la academia y empresas en connivencia con los Estados, cuyo fin nunca fue otro que alterar deliberadamente los paradigmas tradicionales de Occidente, como lo son la familia y los roles de género. Marxismo cultural lo llamábamos y se nos acusaba de conspiranoicos. Creo que «progresismo cultural» es un término más adecuado porque muchos de quienes implementan estas transformaciones no han leído las propuestas hedonistas con que Marcuse proponía la subversión a la sociedad tardocapitalista con el fin último de precipitar el advenimiento de la sociedad igualitaria y sin clases. Quizá los actores de la nueva era ya no sepan con qué motivo aspiran a desmantelar las instituciones de antaño. Hoy por hoy, el progresismo cultural trasciende la dialéctica marxista en la medida en que muchos de sus actores no difieren demasiado a los derechistas tímidos —conservadores, democristianos, neocones, Ben Shapiros y personalidades afines—: como ellos, son proponentes de la globalización, la economía de mercado o cuando menos de un estado de bienestar donde sigan existiendo, aunque limitadamente, la competencia y la propiedad privada. Acólitos, en fin, de los sistemas híbridos, más bien eficientes, quizá no óptimos, del primer mundo occidental. Y es que la holgura económica en matrimonio con la lasitud moral genera una dupla infalible para el progresismo contemporáneo. Donde los plañidos de Marcuse revelaban un anhelo por el ideal marxista decimonónico, las arengas posmodernas demuestran la conformidad, cuando no el entusiasmo, con la sociedad unidimensional que criticaba el intelectual de la escuela de Frankfurt.
La prosperidad material es, por la mayor parte, independiente de las alturas o abismos morales de una sociedad. Y aunque no sobran los melancólicos del experimento comunista y los estúpidos que aún de cara a la evidencia lo ambicionan, lo cierto es que la mayoría de los modernos aspiran a vivir en un mundo democrático, donde en virtud de las leyes y la supremacía de los derechos humanos no parezca que existe el dirigismo. De ahí que los ingenieros sociales de la sociedad posmoderna presten menos atención a la economía que a los comportamientos y a las emociones. No hay estrategia más progresista que el desmantelamiento de concepciones tradicionales porque todo avance presupone la deconstrucción del paradigma previo en pro de la entronización de una nueva idea hegemónica. El resultado puede sentirse a mediano plazo. La normalidad social, opuesta a la normalidad natural —que existe y que culturalmente favorecen las sociedades pese a que los relativistas afirmen lo contrario—, es tan maleable que bastan unas generaciones para que nuevos modelos y discursos se acepten. Consíderese el caso de la pedofilia.
A cinco años de mi artículo sobre el campamento de travestis, un tal Grossman, del senado argentino, declaraba a viva voz, sin que le temblara una sola sílaba, que «[h]ay pedófilos que tienen conciencia moral y buenos frenos y saben que llevar adelante su deseo genera un daño en otros, abusadores son quienes carecen de frenos: esas personas no se recuperan porque no tienen intención de recuperarse». No espero que las mentes calientes estén de acuerdo conmigo cuando afirmo que, en lo fundamental, el argumento es sólido. De ahí, precisamente, el peligro. La lógica y la retórica son armas terribles en la guerra cultural. Un par de décadas atrás, cuando aún no se dejaba sentir todo el peso de la acometida de los discursos de género y estos eran vistos como simples alegatos que exaltaban la tolerancia, difícilmente un ciudadano promedio de Occidente hubiera imaginado que un congresista y su equipo de comunicación social hubiesen tenido la audacia de declarar y promocionar la idea de que la atracción que un adulto siente por los niños es algo normal, inofensivo. Ciertamente, aquel que ha fantaseado con asesinar a alguien a quien odia pero que, por sus buenos frenos y conciencia moral, no comete el acto es tan buen ciudadano como un oficinista que paga sus impuestos o el pedófilo que no se atreve a abordar a los niños del vecindario y que se consuela imaginando. Legalmente, no hay manera de afirmar que alguno de ellos, por virtud de sus inclinaciones, sea criminal. El delito, para ser tal, requiere de la acción. El peligro de este tipo de razonamientos es que, aunque correctos desde el más puro rigor argumental, conllevan a obviar lo que debería resultar evidente si a lo que aspiramos es a la construcción y mantenimiento de una sociedad soportable: cuando no existen las presiones sociales, si no se proyecta una sombra de vergüenza y repugnancia sobre determinadas tendencias y prácticas, estamos a un paso de que lo que en principio horrorizaba se acepte y se normalice.
Niños en drag, claramente sexualizados, bailando frente a las cámaras para satisfacer las perversiones de adultos, siendo aplaudidos por sus padres y políticos, validados por los discursos de las academias occidentales, auspiciados por los medios masivos de comunicación. Una escena de pesadilla que pareciera sacada de las paranoias de una mente reaccionaria propensa a las conspiraciones, pero que en realidad se halla a un botón de distancia, en la televisión y los periódicos más cercanos.
Drag Kids, propagada canadiense, disfrazada de documental, sobre los beneficios de travestir a su hijo varón. |
El auténtico mensaje de los drag kids, nos dicen los progresistas, es el de la tolerancia y la libertad de expresión. Quienquiera que argumente la existencia de un componente sexual en las pasarelas donde desfilan, se pavonean y retuercen niños ataviados con ropas extravagantes solo demuestra su miedo. Muchos conservadores se ven tentados a decir que sus reparos no son miedo a lo diferente, a la homosexualidad, al travestismo, etcétera. Un argentino bastante famoso se ha cansado de repetir en los últimos años que afirmar que dos más dos no es cinco no lo convierte en cincofóbico. Y aunque estos argumentos resulten simpáticos y tienen como fin dejar en evidencia que el conservador en cuestión no se siente amenazado por quienes lo desafían, en la articulación de respuestas de este género se deja entrever la caída en la trampa retórica de los progresistas, la aceptación sus términos y la validación de su discurso. Mejor será decir que, en efecto, hay desviaciones que inquietan y que asustan, y afirmar que tales reacciones demuestran que uno no ha perdido la sensatez, que cree en una verdad objetiva, que se rebela ante la dictadura del relativismo moderno afirmando que el bien, el mal, así como lo bello y lo abyecto, son categorías discernibles.
Oponerse a los progresistas flagrantes no supone mayor problema. Es con los indiferentes con quienes hay que ajustar los términos, recordarles que las civilizaciones mueren cuando se derrumban sus estructuras morales. Si insisten en que no hay motivos para defender las tradiciones, la solución es sencilla; a ellos también habría que considerarlos como adversarios de la civilización.
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