Crónicas de un Occidente degenerado: Prólogo


Eso que llamamos degeneración no es un rasgo único de la modernidad ni está más presente en el ser humano hoy que cuando se formaron las primeras tribus. Se trata, más bien, de lo que nace ahí donde se entrecruzan determinados rasgos innatos a la naturaleza humana y las convenciones sociales, surgidas estas de manera espontánea o institucionalizadas, generalmente por medio de la coerción y el ejercicio de los discursos intelectuales. Peligroso como puede ser, toda vez que el rechazo y la así llamada fobia —que no es tal, pero concedamos por un segundo el término— tienden a derivar en actos violentos, el horror, el desagrado y la repugnancia son herramientas de supervivencia. Una sociedad que no imponga límites sobre las atrocidades tiene garantizado su colapso. Las reacciones colectivas contra la estela decadente que a su paso deja el progresismo señalan mucho más que el recelo, el atraso o el miedo por la novedad, son signo también de sociedades y civilizaciones que no están dispuestas a ceder su terreno en la historia.  

Lo que diferencia la degeneración moderna de la que prevalecía en estadios anteriores del desarrollo humano no son tanto los actos ni las modalidades en particular como el pedestal desde el cual pontifican los intelectuales de turno. Si en el pasado inmediato de Occidente los discursos morales estaban anclados en la idea divina y a estos los revestía un halo de urgencia soteriológica, en la modernidad, por fuerza del secularismo y la razón, los discursos se fincan en la necesidad del progreso, la apertura y la conquista de nuevos paradigmas. Esto se ve reflejado en el disgusto moderno ante las melancolías conservadoras y reaccionarias: habiéndose entronizado la inmanencia, en tanto rasgo «espiritual» de los tiempos, una idea será virtuosa solo en la medida en que sea vanguardista y responda a las necesidades de un progreso que, por necesidad, ha de interpretarse como subversión y rotura de los viejos modos de entendimiento. O dicho de otro modo, ya no es tiempo de suspirar por glorias pasadas. En primer lugar, aquellas glorias nunca fueron tales. En el mejor de los casos se trató de espejismos bellos de la barbarie o de elementos precursores a las glorias de las que hoy gozamos. Desde luego, este es un resumen vulgar e incompleto del pensamiento presente que omite la mención a pensadores que, sin abjurar por completo del paradigma presente, lamentan la pérdida gradual y constante de nociones vetustas: el heroísmo, la bravura, la consecución por lo sublime, la vita contemplativa. Por lo pronto, me interesan menos las aristas que el punto focal de la idea hegemónica a partir de la cual surgen el resto de los relatos. 

«Todo pasado es mejor» es una idea que prevalece en las narrativas humanas. El hombre sitúa las utopías en un horizonte donde no puede alcanzarlas, elegías de un pasado irrecuperable y ensoñaciones de un futuro imposible de conseguir. El mito fundacional del Occidente cristiano parte de esta misma idea: la historia comenzó en la gloria y terminará en ella. El intermedio, la vida en la tierra, es ese periodo insoportable e imperfecto en el que a veces, como pobre consuelo, encontramos señales de lo sublime. Aferrarse a este calibre de ideas, y más desde la perspectiva secular, conlleva grandes riesgos. Además de falible, la suposición de que todo tiempo presente palidece ante el pasado es una premisa muy pobre. Si la tesis se sostuviera, un análisis transitivo mostraría, en un primer vistazo, que mientras más remota más gloriosa deviene la etapa histórica. Desarrollando el silogismo y llevándolo hasta sus últimas consecuencias, estamos a un paso de afirmar que la humanidad perdió la gloria incluso antes de que las células del primero de nuestros ancestros surgieran del caldo primordial. Se sigue entonces que todo avance hacia el futuro es, por definición, una carrera hacia el precipicio. Una vez que renunciamos a la posibilidad divina, cuando en el horizonte no se asoma la promesa del reino venidero sino la insensibilidad del vacío, qué le queda al hombre si no afrontar los miasmas del absurdo. En la práctica, semejantes argumentos y silogismos son inservibles cuando se trata de defender conceptos y tradiciones que creímos eternos. El progresista siempre tendrá al alcance de la mano una réplica satisfactoria desde una perspectiva lógica, y más cuando se recuerda que el hombre moderno trabaja bajo el paradigma de la inmanencia. Es decir, no hay más mundo que el mundo que vemos ni otra ley que las fuerzas elementales, de modo que cualquier argumento basado en nociones trascendentes —que incluyen pero que no se acotan a Dios— no tiene cabida en la mesa de debate. Y en todo caso, los reaccionarios incurrirían en el crimen de la deshonestidad intelectual si no aceptaran que también en las épocas que idealizan el demonio de la degeneración estaba rampante. 

Por más que en mi calidad de enemigo del mundo moderno me empeñe en idealizar las viejas condiciones, yo mismo echaría por la borda mis argumentos y diatribas si, intoxicado por la melancolía y —diría Camus— mi nostalgia del absoluto, me negase a aceptar que nunca la humanidad había experimentado de una existencia tan confortable como la actual. Quizá la placidez no sea el propósito evolutivo de las especies pero no es en modo alguno un mal resultado. Por lo menos es mejor que una existencia descarnada donde todos, literalmente, se devoran los unos a los otros. De manera que esta no es una loa irracional a un pasado salvaje donde la hambruna y la tisis eran causas comunes de muerte y donde el conocimiento solo estaba al alcance de unos pocos afortunados. Pero tampoco es una exaltación de lo material. Mi principal discrepancia con el liberalismo como filosofía que pretende dar una respuesta a las problemáticas modernas yace en su vulgar énfasis economicista. Que existe un medio óptimo de asignar recursos no hay duda. Acotar todo análisis a una mera cuestión de intercambios demuestra en el mejor de los casos una cortedad de miras, en el peor un desprecio por otros elementos que fundamentan la experiencia humana. La cultura es uno de ellos. Cuando un proceso civilizatorio está en jaque o atraviesa por una crisis, difícilmente la alocación de bienes y capitales enmendará un sentimiento general de vacuidad. No todos están dispuestos a vivir en la utopía de la eficiencia.  

Una semana antes de que me decidiera a escribir este texto me interceptó a mitad de la calle un viejo conocido de la preparatoria. Nunca he sido lo suficientemente rápido para escaparme y de todas formas no era la primera vez que coincidíamos en lo que iba de este año. Tal parece que vivimos más cerca que cuando compartíamos las aulas. Apreté los puños y lo acompañé en su recorrido por una de esas avenidas cuyo nombre solo cobra sentido cuando se las examina desde la perspectiva histórica. Hay tres puentes a lo largo del recorrido, pero la tierra debajo de ellos está seca. El río, sin embargo, aún existe, entubado y sucio. Resurge en toda su cochina gloria, como un canal de aguas negras, a los pies de una capilla consagrada a San Antonio Abad en la calle Francisco Sosa, cerca del centro de Coyoacán. Avanzábamos por la ruta del río subterráneo, intercambiando datos irrelevantes de nuestras vidas adultas, cuando él planteó la pregunta consabida de las almas añejas: qué te parece el gobierno. Es lamentable, dije para no quedarme callado. ¿Tú crees que se avecina una Tercera Guerra Mundial?, preguntó. Bueno, dije, las piezas se están alineando, Trump acaba de cruzar la frontera de Corea del Norte, Israel lo presiona para entrar en guerra con Irán e incluso, con tal animarlo, han nombrado unas montañas en su honor. Trump es un pendejo, dijo, pero yo creo que sus políticas contra la inmigración tienen lógica, se basan en el miedo. ¿A que una tribu hostil reemplace a la población local y trastoque su cultura?, pensé. El miedo a que entre los latinos se geste un grupo guerrillero que ponga en jaque al gobierno norteamericano, aclaró. Madre de Dios, dije para mis adentros. Viendo que yo no opinaba sobre sus teorías me hizo otra pregunta: ¿Cómo ves el tema de la marcha gay? El día anterior se había llevado a cabo una, bastante lejos de mi casa. Salgo poco. No veo televisión. Procuro no leer los periódicos locales. Utilizo proxies para navegar por internet. Así es como prevengo a mi organismo de caer en la trampa de los ansiolíticos. Es lo que debería hacer mi padre, un izquierdista de la vieja guardia a quien no le agrada ver travestis tomando las calles. Él tuvo que soportar algo peor que los atascos provocados por la marcha: el enriquecimiento cultural y los pavoneos de criaturas velludas en el espejo retrovisor. Respondí a la pregunta de mi compañero como lo hubiera hecho en mis tiempos liberales: no es mi asunto lo que la gente haga a puertas cerradas. No quedé conforme, de modo que, traicionando mi prudencia usual —no tanto por miedo a lo que provoquen mis opiniones sino porque no me interesan los debates y la voz de las personas suele aburrirme—, rematé con una pincelada de sinceridad: Me inquieta el empleo de expresiones contraculturales como herramienta de control. Se mostró de acuerdo, para mi sorpresa. No sabía que tuviera opiniones propias. Argumentó que la noción contemporánea de libertad no era sino la nueva cara del fascismo. Ya no se trata de reivindicar las preferencias sexuales sino de atomizar a las personas para ponerlas las unas contra las otras. Nos hallamos en el desamparo conceptual donde ya nadie sabe qué demonios es el otro, el mundo y sus criaturas se han vuelto inasibles. Cuando nos damos cuenta ya solo entendemos el odio: una vez que los individuos dejan de reconocerse los unos a los otros y no son capaces de establecer un vínculo con su medio —la sociedad, sus instituciones públicas y privadas— lo natural es adoptar una actitud de defensa y recelo. De tal manera que mientras los individuos pelean entre sí las autoridades pueden ejercer con mucha mayor comodidad el control totalitario. 

Una novela distópica se beneficiaría de las ideas de mi compañero. El arte especulativo encuentra su cenit en la creación de mundos alegóricos que, aunque exageran los rasgos del verdadero, lo desnudan con suficiente precisión para que, al menos por un instante, pensemos que semejante horror es posible. Más allá de los excesos, me pareció que su discurso reflejaba bien uno de los problemas torales de nuestro tiempo: la degeneración del lenguaje como prueba inequívoca de que quien domina los discursos detenta el poder. En la actualidad el fascismo ha dejado de significar lo que era antes —un régimen nacionalista, autóctono, basado en la sumisión del individuo al colectivo— para trocarse en un sinónimo del autoritarismo. En la actualidad, Occidente es en buena medida un conglomerado de naciones globalistas, de identidad cada vez más diluida, mayormente volcadas al capitalismo de Estado, regidos por el furor democrático y las ansias por mostrarse como ejemplos de vanguardia en los ámbitos de la cultura. Los nacionalismos, sobre todo aquellos que surgen en las naciones de primer mundo, son la respuesta popular contra el relativismo según el cual todas las culturas y los individuos son intercambiables y maleables; es por ello que tienden a ser conservadores en lo que concierne a las tradiciones y escépticos ante los beneficios del libre mercado. La forma que el control adopta bajo el fascismo es directa, brutal, ausente de subterfugios. El control en la sociedad democrática se da por la vía de la máscara y el espejismo. Las correas en un Occidente inserto en los procesos globales, donde el credo son los derechos humanos, el multiculturalismo y los discursos de género, han de ser confortables antes que contundentes. No se oprime ya por la bota militar como por el canto de sirena que resulta de la articulación de los discursos progresistas.  

Queda la posibilidad de que mi compañero no estuviera del todo equivocado y que, al centro de la promoción violenta, rayana en la adoctrinación, de las más variopintas expresiones de la sexualidad humana, esté una dialéctica de la confrontación: el progresismo solo puede existir en el contexto de los contrastes, las pugnas y el encono; si no hay inercia a superar, el progresismo pierde su propósito y sentido filosófico. Sinceramente, considero que solo un puñado de intelectuales tienen la inteligencia que se requiere para instrumentalizar semejantes tácticas. La mayor parte de los políticos modernos basan sus actos en el oportunismo. Son, por lo general, personajes vacíos que carecen de ideas y discursos propios. Hay que temer de las academias y los intelectuales, que es de donde surgen los relatos que más tarde hallan un correlato en la praxis política. No tantas décadas atrás un tal Marcuse, marxista de formación, perdía la esperanza en las luchas obreras. Simplemente, las hallaba poco viables en el contexto de la prosperidad material que se deriva de las economías de libre mercado.  En cambio, proponía la exaltación del eros como medio de subversión en el Occidente capitalista. Todo progreso requiere del desmantelamiento de las viejas estructuras. Así caen las tradiciones, surgen nuevas formas de entendimiento y se normaliza lo que antes se tenía por abyecto. Quizá el propósito de quienes lideran el Occidente moderno no sea engendrar el odio entre las distintas facciones que conforman la sociedad para así hacerse de un mayor poder. Quizá sean, en su mayoría, idiotas útiles que ejercen una maldad ingenua y no sean muy distintos a los ciudadanos embrutecidos por las promesas del credo progresista.

Al final de la avenida, a mano derecha, hay un Wal-Mart y frente a él una parada ilegal de camiones y un metro. Había llegado la mejor de las horas, la despedida, el momento en que uno puede retomar su ruta, ponerse los audífonos, pretender que uno está solo. Me confesó que después de trabajar en el sector financiero el abismo al que había estado viendo terminó por verlo de vuelta y que, como resultado de sus temores nietzscheanos, se dedicó a bregar por profesiones más nobles. La última de ellas, un puesto en la administración de un hotel que duró poco debido a una tragedia ambiental. Ahora estaba desempleado. Me propuso llevar a cabo un golpe de estado. Me tomé el chiste quizá un poco demasiado en serio, ya sea porque en otras ocasiones había hecho pública mi fantasía de imitar el teatro de Mishima solo que en Palacio Nacional y reemplazando el tanto —la daga japonesa con que se corta el vientre— por un objeto más autóctono —un cuchillo de obsidiana, como el que empleaban los aztecas en sus sacrificios—, o porque no estaba hablando con un don nadie sino con el sobrino de quien en 2006 fuese uno de los candidatos a la presidencia. No diré cuál, porque él, a sus diecisiete años, no parecía particularmente cómodo con el apellido y lo cierto es que nadie en el salón tenía el valor de hacerle burlas. El miedo al cacique es un rasgo del carácter nacional. Me propuso ser su secretario de hacienda, habida cuenta de que había estudiado economía. Prefiero estar tras bambalinas, dije. Las cuentas me aburren, me asola el pánico escénico, no sirvo para la diplomacia ni para apretar manos. Sí, no tenías amigos, dijo. Fingí reírme y él se dio la vuelta. Aceptaría escribirte los discursos, le dije antes de que se hundiera en el subsuelo que lo llevaría al metro.

¿Cuántas veces alguien, al pasear por unos rumbos que cada día le parecen más feos, se preguntó si estaría atestiguando el momento preciso en que colapsan los muros de su civilización? Demasiados como para creer que la amargura de uno es especial. Fuimos condenados al sino de la insatisfacción y malditos por un demonio que nos inspira a anticipar las catástrofes. No tengo intenciones de decretar finales ni últimos tiempos, como tampoco me interesa tocar las fanfarrias del optimismo y suponer ingenuamente que el resurgimiento es posible. Mi objetivo es observar y dejar un registro. Sirvan las presentes reflexiones como prólogo a lo que podría ser una serie de artículos y viñetas de este mundo cambiante, progresista, degenerado.

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