Masacre en El Paso y una civilización desesperada


El mundo, su iniquidad y desesperación a lo que invitan no es tanto al desarraigo como al hastío. En una realidad de lectura fácil, la reformulación del mal apenas estremece a sus más fríos espectadores. Nada más lamentable en el imaginario popular que se llegue a este punto, pues el que lo terrible resulte aburrido confirmaría la derrota de todo cuanto teníamos por noble. Por fortuna y también por desgracia, la inestabilidad emocional de las criaturas mundanas sirve de contrapeso a la ubicuidad del absurdo. Y es que en la capacidad del sufrimiento anida la esperanza.  Antes de proseguir, valga una anotación a los mitos clásicos con el fin de que no se califiquen estas reflexiones de alta cursilería: el último de los elementos en la caja de Pandora no constituía una bendición; la esperanza era, en realidad, el más atroz de los males que asolan al hombre. Quiero decir que en la esperanza de cambiar para bien la naturaleza del ser humano y de moldear el mundo a fin de condicionarlo yace la posibilidad de engendrar una situación aún más amarga.

It’s all so tiresome, dicen los anglófonos. Nunca, como en estos tiempos tan mediatizados y ruidosos en que ya no tenemos el privilegio de la ignorancia invencible, se ha vuelto tan aburrido y predecible el escrutinio de la actividad humana. Un manifiesto anónimo, un tiroteo, equis número de muertos, politiquería, piezas de opinión y la vulgaridad narrativa como telón de la realidad. Por lo mismo y porque no pretendo contribuir a los lugares comunes de nuestros escribidores y pensadores de tres al cuarto, quisiera enfocar el asunto —y, por extensión, los males que habrán de seguir—, desde otro ángulo y argumentar que la desesperación engendra la violencia. No es un pensamiento muy original, pero es el único a la mano. De lo contrario nos rendiríamos a la retórica de la hegemonía y no haríamos sino dar vueltas alrededor de sus conceptos, otorgándoles en el proceso la victoria. En otras palabras, la violencia entre grupos es corolario de la proximidad. Si de algo me sorprendo es del asombro de quienes no dan crédito a las matanzas en el contexto de una cercanía artificial. Exagero, en realidad no me causa impresión que aún haya personas que no pueden asir un concepto que instintivamente debería resultar obvio. Tal es el estado de esta psique moderna cercada por la utopía igualitaria.

Habida cuenta de que este es un comentario general, no me interesa investigar a quién pertenecía la tierra donde sucedió la más reciente masacre. Quisiera que esto se leyera sin necesidad de un contexto preciso y que pudiera echar luces sobre las catástrofes futuras. De todas formas seguirá habiendo matanzas por territorios y por la animosidad entre huéspedes, visitantes e invasores. Mientras se buscan explicaciones y los opinadores centran sus teorías en los males de la información —hoy, en los tiempos del capitalismo tardío, es el internet y los chans, donde antes fueron los periódicos, la prensa y los libros—, en la nueva oleada de intolerancia y en el fácil acceso a las armas, mejor será que el lector ponga en perspectiva lo patético de un tiempo en que establecer lo evidente causa inquietud —y de ahí que se prefiera dar rodeos—, cuando lo más sencillo sería echar un vistazo a los milenios de historia para comprobar que si bien la vida comunitaria perfecta no existe, lo cierto es que resulta menos insoportable tan pronto se establecen barreras a la entrada de poblaciones hostiles. Lo que, desde luego, no equivale a postular que los muros bloquean la perversidad. Los asesinos ajusticiarían hasta a su gemelo, las guerras entre hermanos constituyen un lugar común. 

Tras las ráfagas y los cuerpos hollados duerme la desesperación de una civilización. Podrían hacerse apuntes sobre las políticas públicas y las libertades, argumentarse que así como el obeso seguirá excediendo su cuota calórica sin necesidad de tenedor y cuchillo, que para algo tiene manos, el inestable encontrará la herramienta para cometer su crimen. Anotaciones superfluas que no servirían de mucho, salvo para añadir líneas a un debate cuyos elementos conocemos de memoria. Una disputa que, en rigor, no corresponde a nadie más que los habitantes del país de los tiroteos. Acaso sea por la falsa noción de hermandad que impone el globalismo, la creencia absurda de que los extranjeros deberían tener injerencia en los asuntos internos de otro territorio, existe la tentación intelectual de entrometerse ahí donde nadie nos ha llamado. Habría que ver el símbolo y entender que el recrudecimiento de la violencia es uno de los dos síntomas ante el declive de una civilización. El otro, la pasividad, la resignación, el hastío, la entrega.  Quien no está dispuesto a aceptar el derrumbe y el reemplazo de una vieja estructura por otra solo tiene entre sus manos la acción como posibilidad. La acción como reflejo de lo desesperado. La postura del sujeto asfixiado de cara al colapso. De ahí que, aunque la lamentemos y reprobemos, no debiera sorprendernos la reacción virulenta de quien se siente amenazado.

Mencionaba los males de la esperanza en el entendido de que las acciones individuales no son independientes de la colectividad. Y cuando se desafía una estructura queda latente la tentación de regenerar al hombre: el colmo del optimismo, la perversidad de las buenas intenciones está en la fe en que es posible modelar los elementos imperfectos del ser humano. Un Estado, movido por su raigambre perversa o sus buenos deseos, nada más ver las masacres querrá confiscar a los inocentes de sus medios de defensa o bien podría acelerar los procesos de falsa integración para, en teoría, acostumbrar a los reemplazados al que será su futuro ahora como minoría. Muchos lo aceptarán, resignados o entusiasmados. El espíritu de combate tiene su límite.

Allá de 1940, en una Europa sitiada por la guerra, escribía Albert Camus un comentario pertinente para toda etapa histórica. «Nos encontramos en una época trágica. Pero es asimismo cierto que demasiadas gentes confunden lo trágico con lo desesperado». Donde unos se tiran a padecer el desarraigo y otros observan impotentes, los hay quienes empuñan las armas en un intento por corregir la perversión de los tiempos. Las transformaciones, físicas o intelectuales, requieren de una masa crítica. A título personal, soy un tanto escéptico. Creo que hay algo en la modernidad, la democracia, el progreso y la comodidad que ha sabido drenar el ethos general de la lucha. Podría equivocarme. Mientras tanto, Camus nos alienta a entender la naturaleza de la realidad al afirmar, correctamente, que «este mundo está envenenado de desgracias en las que parece complacerse». Un mundo que se regodea de sus tragedias porque la existencia, en sí misma, es trágica. ¿Qué hacer entonces? Llorar por el espíritu, dice Camus, es vano. Habrá que trabajar en él por medio de «la firmeza de carácter, el gusto, la clásica felicidad, la dura altivez, la fría frugalidad del sabio». En otras palabras, no sucumbir a la desesperación, pues como diría Houellebecq «una civilización muere por hastío, por asco de sí misma». Por falta de carácter, habría que añadir. Virtud cada vez más rara en Occidente, no porque no sea propia a su cultura, sino porque la ha cedido. 

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