Conspiraciones y la naturaleza del poder



No es posible indagar en la naturaleza del Poder sin antes preguntarse sobre el origen de la obediencia. Cuando se analiza de cerca el fenómeno, la cuestión que emerge no es tanto por qué existen y se articulan diversas formas de sometimiento sino por qué, como seres humanos, las buscamos. Porque, a menos que uno se haya dejado deslumbrar por las más vulgares teorías libertarias, resulta evidente, axiomático incluso, que en la naturaleza del hombre conviven el anhelo de la libertad y la necesidad del orden.

Bertrand de Jouvenel (1943) dedica el primer capítulo de su obra magna a desentrañar la cuestión. ¿Obedecemos por costumbre o es que acatar órdenes es algo que nos viene de la sangre? Una vez que se establece la sociedad y participamos de ella (incluso con nuestra indiferencia), emergen otro par de preguntas: ¿cuánto es lo que estamos dispuestos a transigir?, ¿dónde se traza la línea y se determina que lo justo deviene tiránico? Más en concreto, ¿cuándo pierde legitimidad el Poder y la desobediencia se vuelve no ya una opción sino un imperativo moral? A primera vista ninguna de estas preguntas tiene una respuesta definitiva. De ahí que los grados de tolerancia ante la dominación estén en función del individuo. Solo entonces podremos decir que se llega a un punto en la historia en que hay una masa crítica que exige la subversión de la forma específica del poder. Pero, contra los clichés del romanticismo rebelde, lo que sucede, en rigor, no es un desmantelamiento completo de la estructura de dominación como un cambio de aspecto. Bien dice de Jouvenel que «[l]a sucesión de gobiernos de una misma sociedad a lo largo de siglos puede considerarse como un solo gobierno que subsiste siempre y que se enriquece constantemente» (p. 40).

Sirvan estas palabras de prefacio a un tema menos sofisticado, más plañidero. Hoy día constato con repugnancia que los carteles en las paradas me acusan de ser un asesino de masas. Regreso a casa pensando que el gobierno de la ciudad realmente se ha esforzado en su más reciente campaña de publicidad. Cuando enciendo la computadora y me asomo a ese mundo ficticio del internet constato que hay un señor compartiendo las peores noticias imaginables y otro que, montado en su púlpito virtual, reparte admoniciones y se burla, llamando «conspiranoicos», a quienes miran con sospecha y cierto asco la obediencia ciega de las masas.

Hay dos epítetos que se han erigido en el cliché predilecto de las dos facciones que protagonizan la más reciente lucha dialéctica: conspiranoico y borrego. Cuando la narrativa social no favorece a una de las partes, recurrir a la descalificación quizá no represente la mejor ni la más honesta herramienta retórica, pero por lo menos sirve de bálsamo para el ego lastimado. Más aún cuando las profecías trágicas no se cumplen y los modelos estadísticos que presagiaban la extinción masiva de la humanidad son un fiasco. Acusar de conspiranoico a quien mira con suspicacia, curiosidad intelectual o repugnancia la actitud de rebaño es un intento desesperado por conquistar eso que todos buscamos por medio del lenguaje: el estatus social, la aceptación.

Pensemos en términos evolutivos. Es la edad de piedra. Una amenaza misteriosa se cierne sobre nuestra comunidad. Existen elementos que nos permiten suponer que podemos evitarla (por medio de brujería, sacrificios humanos o encerrándonos en nuestras cuevas). Si, por algún motivo, tenemos acceso a la información, ¿cuál es curso correcto de acción? ¿Ocultar la verdad, salvarse uno mismo? Desde luego que no. Esto es la edad de piedra, no el Occidente capitalista. La cooperación es necesaria para la supervivencia. Hay que anunciar el peligro a los cuatro vientos. Si la peste no nos mata y si después de sacrificar a unas cuantas vírgenes la pesca es abundante, el alarmista ganará en estatus, subirá en la jerarquía, obtendrá mayor estima. Y no hay sensación más grata que el saberse valorado por alguien más.

Los mecanismos que nos permitieron sobrevivir siguen operando. Seguimos temiendo al leopardo que merodea en la sombra. O al virus que no vemos. De modo que sobrerreaccionar ante la amenaza ES, en un primer momento, la elección correcta. Hay un viejo adagio en nuestra lengua. Más vale pájaro en mano. Ustedes conocen el resto. Por el otro lado, suponer que no hay un leopardo y seguir como sin nada, o reconocer la existencia de la bestia y bailar en sus narices es, evolutivamente, una insensatez. Burlarse de ese idiota que provocó al animal es, en términos evolutivos, decir: esos genes no sirven, nos llevarán a la ruina.

Claro está que en la edad de piedra no conocíamos la estadística. De hecho, parece que ni en Stanford entienden bien cómo funcionan los números. O los entienden tan bien que los hacen decir lo que a los investigadores se les da la gana. Yo prefiero creer en la honesta estupidez porque va más acorde con mi concepción de los procesos humanos. De ahí que las conspiraciones no me merezcan muchas palabras ni enojos. Ellos se desprestigian solos.

Aterricemos esta pesada alegoría, que no todos aquí son poetas. Conspiración es que creer que un virus se ha manufacturado para esclavizar a los pueblos. O que en el momento en que se decretó el estado de la alerta, por motivo de una amenaza real y fortuita, las élites globales decidieron, ahora sí, poner en marcha el plan último de dominación. Las teorías de la conspiración requieren de una fe inmensa en la capacidad humana. Lo prudente, me parece, es ser escéptico.

No es conspiración reconocer la naturaleza creciente del Poder y el gusto humano por el someterse a una voluntad mayor. Verán, el Minotauro SIEMPRE quiere crecer. Lo hará cuando tenga oportunidad. No requiere de planes sofisticados. Es un desarrollo orgánico, genérico, ciego incluso. Esta es la enseñanza que de Jouvenel le legó al mundo. El Minotauro vive en su laberinto esperando sacrificios. El Leviatán, por el contrario, se concebía como un tirano bondadoso. Nació en el momento en que la gente se dio cuenta de que no se soportaba a sí misma. Al Minotauro lo único que le interesa es alimentarse de las vírgenes que le ofrecen; no porque las desprecie o sea lujurioso, él solo quiere crecer. El Leviatán, en cambio, quiere controlarnos porque asume que lo que hace es bueno.

Aquí una de las citas más infames del reconocido filósofo Baruch Spinoza: «Estamos obligados a ejecutar absolutamente todo lo que ordene el soberano, incluso cundo sus órdenes sean las más absurdas del mundo» (Los fundamentos del Estado). Razona de este modo: el hombre solo es esclavo cuando actúa en interés del amo. El Estado, para Spinoza, Hobbes y pensadores de la misma calaña, ha emergido de la voluntad comunal. El soberano encarna este antiguo interés público. Por lo tanto, lo que manda el Poder no puede ser nunca contrario a la voluntad del individuo.

Pareciera una idea inverosímil y deleznable. Pero, históricamente, ha tenido un gran éxito. Y no solo porque los poderosos se coluden para oprimir al pueblo. En ocasiones las masas exigen este tipo de gobiernos. La autonomía y la responsabilidad individual son bellas ideas, pero costosas. Son muchos los que prefieren la vía fácil, que otros decidan y cuiden de ellos. El Poder, después de todo, conoce lo que es mejor para el pueblo, porque Él encarna la voluntad general.

Ya reconocimos que el Poder quiere crecer y refinarse a sí mismo. ¿Qué hay del otro lado de la ecuación? En contra de lo que piensan y quisieran los libertarios, la gente, en promedio, prefiere obedecer cuando el costo de tomar decisiones es muy elevado. No sorprende que la naturaleza humana reclame la existencia del Poder. El hombre y el Minotauro se necesitan el uno al otro. Respiran el mismo aire. No creo que reconocer esta realidad sea una conspiración.  

En algo se parecen los conspiranoicos y los bien portados que se someten al discurso dominante: hablar del Poder en términos orgánicos (diría dejouvenelenianos, pero esto es un trabalenguas asqueroso) requiere de una abstracción que pocos están dispuestos a hacer. ¿Quién necesita semejante gasto neuronal? 

El conspiranoico sobrestima la inteligencia de los políticos, le resulta fácil creer que el mundo está en su contra, intenta compensar su insignificancia existencial imaginando que él es una pieza integran de un oscuro plan maestro. 

El bien portado que se cree científico y que ridiculiza a quien encuentra vomitiva la sumisión generalizada (quizá porque leyó demasiado a de Jouvenel y entiende que el Poder es como una célula que crece y se perfecciona por inercia, y no porque cree que hay un plan de dominación global), es un buen ciudadano que ha caído en la trampa de la iluminación: piensa haber trascendido, tener acceso a los anteojos de Dios, desde su púlpito virtual puede mirar con la ceja levantada a todos los se atreven a no estar de acuerdo con él.

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Referencias:
Bertrand de Jouvenel, Sobre el poder: historia natural de su crecimiento.

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