Normalidad después de la pandemia

Decía Joseph Brodsky que las civilizaciones sobreviven en una nota a pie de página. Lo que no comentó es que los momentos históricos se inauguran y se sostienen en el cliché. La reiteración vuelve soportable el paso del tiempo y alivia el sentimiento de extravío. Con lo habitual dejamos de caer de las nubes y hundirnos en las aguas. En la tierra firme de lo predecible se puede respirar mejor, se puede incluso tener algo de fe. El día a día parece tener sentido. Cuando se habla de estabilidad psíquica, social y económica, en realidad reconocemos y agradecemos que el tedio y la monotonía sean la quintaesencia de la vida. Por lo demás estamos aquí, en la tierra, para repetir.

La sociedad es un gran relato y la normalidad su cliché. Proliferan los obtusos que, creyéndose transgresores, valientes, originales y libertarios dicen que debemos rechazar lo norma, renovarnos constantemente, atrevernos a ser distintos. Solo de esta manera podremos derribar los muros del statu quo. No entienden estos vanos revolucionarios que ellos mismos luchan por establecer una nueva norma.  De hecho, atrévete a ser distinto es un buen eslogan. Y no es casual que tal lema se haya erigido en la cantaleta preferida de las agencias que, en la posmodernidad, moldean la mentalidad de las masas. La fluidez de las identidades individuales, el relajamiento de las pautas sociales y la negación de los valores rígidos ha dejado de ser un desafío al establishment para convertirse en la bandera con que el mismo sistema progresista se abre paso por la historia. Las corporaciones, las universidades, los medios de comunicación, el poder económico y los políticos no tienen problema en aceptar y beneficiarse de los nuevos relatos. En ocasiones no les queda más opción. Ser relegado a los márgenes constituye una de las mayores fobias sociales. Tiene sentido evolutivo que así sea: el conformismo hace mucho más sencillo que un gen sobreviva y se perpetúe. Pero no solo es el miedo de quedarse a la zaga de las normas del pensamiento, el costo económico de no ceñirse a ellas puede ser brutal. Es perfectamente racional que una empresa se sume  a la promoción de ideas progresistas. Ahí maximizan sus funciones de beneficio. Ahí está el bísnes.

De manera análoga, son muchas las voces que afirman que todo tiempo pasado fue mejor. Si no aspiran a la reconstrucción de los viejos paradigmas se enquistan en una vana melancolía. Muchos de los que se proclaman conservadores añoran menos la tradición y el ethos de la trascendencia que la normalidad con la que se criaron y que ahora se les escurre por las manos, los relatos que les contaron sus mayores o la vaga memoria de una época que se desvaneció ante sus ojos. No todos los hombres están hechos para las travesías y los naufragios. ¿Para qué arriesgarse al extravío cuando es más conveniente permanecer en Ítaca, recitando poemas grandiosos a las hazañas de los viejos héroes? 

Desafiar la normalidad contemporánea es más que abogar por el progreso democrático o proponer una vuelta radical al pasado. Sin acción la letra nace muerta. Pierdan cuidado, lo que sigue no es un manifiesto ni una declaración contundente acerca de cuál debería ser nuestra actitud frente a la norma. Se trata de una modesta descripción y de un paseo por nuestros miedos e histerias. Me parece, por lo pronto, lo más pertinente de cara a las reconfiguraciones sociales a las que nos enfrentamos. Bien decía Spengler que en los últimos momentos de una civilización la decadencia se acelera a ritmo vertiginoso. Como si el organismo tuviera prisa por morir para así aliviarse de toda agonía. A menos que estemos al borde de la extinción —no es este el caso, pese que el enemigo sea hoy una enfermedad— no hay tal cosa como un fin definitivo de la historia. El tiempo es un reciclaje circular, las civilizaciones y los paradigmas se derrumban para dar paso a uno nuevo periodo. Y esta no es una sentencia profética, pesimista o triunfante, como las de Marx, Fukuyama y toda la caterva de historicistas cuyas letras se apilan en el vertedero de las ciencias sociales. Pero el que la historia no tenga, como tal, una dirección fija no niega que a cada nacimiento le siga la euforia social. La normalidad, entendida como un fenómeno normativo, exige de una constante actualización. Los hombres pueden organizarse para cambiar el curso de la historia o aprovechar la oportunidad que les brinda la providencia. Una pandemia fortuita que sacude un paradigma moribundo es trágica para los individuos que mueren de ella, para los nostálgicos y los acomodaticios, pero no para la Historia.


En un artículo anterior me pregunté por el papel que jugarán el Estado y el capitalismo una vez se calmen las aguas y se reorganice el sistema. La conclusión a la que llegué es menos emocionante de lo que les gustaría a los catastrofistas y a los teóricos de la conspiración; desoladora para los marxistas que creen que el capitalismo tiene un pie en la tumba; triste para la derecha que sueña con vueltas al Edén; alentadora para el progresista. Es casi seguro que cuando salgamos del encierro domiciliario nos encontremos con una crisis económica a escala global. De qué magnitud, no puedo decirlo. Solo sé que no debería sorprendernos. No es que el mercado haya fallado, como quieren hacernos creer los izquierdistas y los derechistas analfabetas que se regocijan de los cataclismos financieros. Cuando alguien lea los libros de historia y se remonte a nuestra época se encontrará con el más delirante de los cuentos: hubo un momento en que casi todos los gobiernos del mundo se pusieron de acuerdo para enmascarar a sus ciudadanos y hundir por decreto sus economías. Habrá historiadores que, con lagrimones en el rabillo del ojo, ensalcen la gallardía de nuestros líderes y le canten a la dignidad. Otros, al estudiar las cifras, les echarán en cara a nuestros cadáveres el haberse dejado llevar por la insensatez y las fobias animales. Pero no nos preocupemos por lo que dirán los escritores del futuro. Mejor pensemos que, a la vuelta de la esquina, nos aguardan días de confusión, bajas tasas de interés, créditos fáciles, subsidios al desempleo, déficits públicos, billetes frescos de la imprenta. A los desempleados y los que vieron quebrar sus pequeñas empresas habrá que darles una palmada en la espalda, pedirles que lo miren por el lado bueno: el mundo es una zanja a la espera de que alguien la rellene. Podríamos incluso volver a construir pirámides. Hay que movilizar la demanda, librar la trampa de la liquidez, producir.

Quizá barrer los escombros del mundo moderno le venga bien a nuestro espíritu. Parecerá que tenemos un propósito, que somos héroes de una épica que apenas empieza a narrarse, un mito que transmitiremos a nuestros nietos incrédulos. Será el momento de atrevernos, una vez más, a escribir buenas novelas. La esterilidad del arte es el precio que hay que pagar por la paz y la tranquilidad. En ocasiones sentarse frente a una página en blanco es todo cuanto podemos hacer para intentar reconciliarnos con lo insensato y abyecto. 

Habrá una nueva normalidad pero no seré yo quien se acostumbre a ella. Una lástima, porque apenas voy por la treintena y la sola idea de tragar la amargura otro par de décadas no es una perspectiva apetecible. Serán otros quienes asuman la norma mientras que yo me encuentre refiriéndome con nostalgia a esos tiempos dorados, que yo creí decadentes, cuando no eras un asesino potencial por no cubrirte la boca, cuando los vecinos no se denunciaban los unos a los otros por caminar juntos, cuando resultaba fuera de toda proporción la idea de llamar a la policía para impedir las reuniones privadas de amigos, cuando los gobiernos no tenían el suficiente descaro para recomendar por redes sociales que nos vigilemos los unos a los otros. Quizá esté exagerando —mejor que así sea—, pero lo hago con la consciencia de que no han sido pocas las veces en que lo impensable deviene en norma. Y si pinto estos cuadros distópicos no es porque crea en conspiraciones —sinceramente dudo de que seamos tan brillantes—, sino por la razón de que esta crisis ha expuesto con una asombrosa elocuencia la naturaleza del hombre y del poder. 

Los organismos biológicos, cuando pueden, se rigen por el principio de la conservación de energía. La responsabilidad individual es más costosa que la obediencia ciega. Si sobrerreaccionamos y acatamos las órdenes de la autoridad podremos lavarnos las manos sea cual sea el escenario final. Si todo se va al carajo, seguiremos siendo buenos ciudadanos, no habremos perdido estatus. El fin último de todo sistema de gobierno es la creación de buenos ciudadanos, gente que aplauda mucho y proteste poco. Las mayorías reclaman la vigilancia por dos motivos simples: 1) es más fácil delegar las decisiones a quienquiera que detente el poder (y si el poder tiene un panel de expertos o un grupo que se presenta como tal, mejor aún); 2) desconfiamos de la inteligencia de la especie en su conjunto. No solo tenemos la intuición de que la ineptitud y la imprudencia abundan, contamos con pruebas empíricas: hay gente lamiendo inodoros, bebiendo cloro y quemando hospitales. En un escenario así, es razonable asumir que, dado que la gente no puede cuidarse a sí misma, estamos expuestos a un mayor riesgo aún cuando la gran mayoría se comporte prudentemente. Y en vista de que el propósito de los organismos no es una vil supremacía del más fuerte, sino la supervivencia del reservorio genético (Dawkins 101), no podemos darnos el lujo de cometer un suicidio masivo tan solo por respetar la libertad de otros a comportarse como los imbéciles que son.

Así como no basta con advertir a la población sobre el peligro que suponen los virus y los malos hábitos higiénicos, nunca es ocioso advertir sobre las implicaciones oscuras de la vigilancia, ni está de más llamar la atención sobre los incentivos perversos que se presentan tanto a los líderes como a los oportunistas. No se trata de temer únicamente a la posibilidad de que un tirano se haga del gobierno, sino de tener presente que en la puerta de al lado puede haber un dictadorzuelo y, en el piso de arriba, un idiota que se somete fácilmente a cualquier orden. Esos personajes son los mismos que no reflexionan, los que aceptan como verdad los dogmas que les recitan los medios, los que en tiempos inicuos conforman el ejército de reserva de la tiranía, son la sangre misma de la decadencia. Hay otros, los que aspiran a llevar una vida soportable, sin sobresaltos; resignados sin carácter que aceptan sin alegría las circunstancias porque saben o intuyen que toda protesta individual es vana. Están aquellos que, asfixiados en sus buenas intenciones, repiten los mantras de su tiempo. Androides y NPCs que cacarean los lemas en boga. Abundan los sentimentales que anteponen lo que les dice su líder de opinión a su propia inteligencia (que es casi inexistente), y aquellos que, hundidos en el pathos que les transmiten esos mismos medios melifluos, no hacen sino ver la catástrofe y suponer que de ahora en adelante estaremos sitiados por oleadas de enfermedades incurables. Y está Karen, curioso apodo que el internet le ha dado a la vanguardia del sistema: un batallón de voluntarios dispuestos a dar la vida (esto es una metáfora, lo que hacen es jugarse el estatus) en la guerra de la vigilancia y la formación. El sistema valora los servicios de Karen, pero no en la misma medida en que Karen idolatra al Leviatán y al Minotauro. Karen no ha leído a Bertrand de Jouvenel, ni a Hobbes; Karen se conforma con las noticias de la tarde, las ruedas de prensa del gobierno, los tuits de los reporteros con palomitas azules en su handle y tal vez, si se cree intelectual, con los artículos del Washington Compost. Todos hemos conocido una o un Karen. Es la vecina que se asoma por la ventana para ver si alguien camina a cuatro metros de su amigo y no a seis. Es el mismo bobalicón que en la primaria acusaba a todos con el director y que hoy te dice «Hay que aplanar la curva, boomer» si te atreves no ya a cuestionar sino a analizar los datos estadísticos oficiales. 

No, estos no son tiempos de control total y esta no es una conspiración de los ojos rasgados. A lo que asistimos es a un reacomodo orgánico y espontáneo de los patrones sociales. Ya solo por eso es justo preguntarse adónde nos llevarán el miedo, esta nueva devoción de las masas por lo que les dicen sus gobiernos, esta sensación de extravío que a tantos ha dejado vulnerables y al borde de un quiebre nervioso. Es justo especular sobre qué clase de normalidad se tendrá que asumir. Es justo tomarse un momento para pensar. 

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