El discurso ridículo de la modernidad


Tal parece que, conforme se despliega, la modernidad se manifiesta como la reducción al absurdo del proyecto humano. Las nuevas formas que adopta deberían inspirar al observador atento una de dos emociones: el aburrimiento o la risa. Tal vez una combinación de ambos. La rabia y la indignación es para quienes, en su fuero interno, aún tienen fe en el miserable programa del progresismo: o bien confían en que la continua metamorfosis de las formas sociales no sea tan vertiginosa y que un buen capitán ponga orden la noble idea que los pasados líderes desvirtuaron en el camino, o es que no están conformes con lo tímido de la revolución y piensan que siempre hay algo más por trastocar.

En concreto, los occidentales han dejado atrás el tiempo de lo abyecto para entrar de lleno en el imperio de lo ridículo. No es casual que la perspectiva que hoy domina la academia y los discursos políticos haya nacido de una parodia. Años después de pergeñar ese libelo ilegible de La condición posmoderna, Lyotard admitió que se lo había inventado casi todo, que no había leído prácticamente ni un libro de los que había citado —lo cual es revelador si se tiene en cuenta que hay casi más notas al pie que texto original—. En cierto modo, el chiste literario de Lyotard es una perversa obra maestra que logró, primero, engañar al gobierno canadiense que le encargó el texto y más tarde al mundillo académico.

El problema es que, a pesar de no pueda considerarse La condición posmoderna como un esfuerzo intelectual legítimo, Lyotard de verdad creía en su parodia. Qué es la sátira si no una verdad exagerada. También hay que ser honestos y reconocer que, entre toda la sopa de letras, uno puede hallar un par de observaciones agudas. Lyotard proponía desechar los metarrelatos (los grandes discursos sociales) en favor de una multitud de minirrelatos. O lo que es lo mismo: había que rechazar la tradición, los consensos, la percepción de una verdad trascendente, por medio de la articulación de verdades relativas. En otras palabras, Lyotard invitaba a deconstruir la normalidad para suplantarla por lo que fuera. Una masa amorfa de pensamientos, de maneras de autopercibirse, donde todo menos la razón es válido.

Desde luego, no admitía, tal vez porque ni siquiera era consciente de ello, que pugnaba por el establecimiento de una nueva hegemonía. Dicho y hecho, el relativismo progresista ha devenido en el discurso predilecto de las élites. Es el himno de los gobiernos democráticos. No porque crean en la retórica posmoderna con el fervor del sociólogo y activista de Harvard que escribe sendos papers sobre las identidades líquidas y las nuevas masculinidades. El Poder, como habíamos apuntado, se sirve de lo que le conviene para crecer. Esta agenda nebulosa es la que hoy día genera mayores dividendos. 

Lo vemos sobre todo hoy, cuando en contra de todas las promesas de autonomía, originalidad y autodeterminación de los pueblos, los gobiernos del mundo y sus voceros en los medios de comunicación —privados o públicos, da igual— tienen la audacia de hablar, todos al unísono y sin que medie la vergüenza, del retorno a la nueva normalidad. Como si no contando con un Delorean fuese posible regresar al futuro. Las élites se pueden permitir vomitar semejantes improperios lingüísticos porque su público está efectivamente anestesiado, ha perdido la dimensión de lo que es sensato y ahora todo lo interpreta a través del filtro de lo ridículo.

En tanto que reaccionario de la lengua, me serviré de la pedantería para apuntar que la pretensión de nuestros dirigente y órganos internacionales no es volver a lo que hasta hace unos meses se tenía por normal. El espíritu progresista no se asoma al espejo retrovisor, ni tiene porqué hacerlo. Esa es la actitud reaccionaria. La conservadora es apretar el pedal de freno. De lo que se trata, en rigor, es de reformular lo cotidiano y de entregar a los gobernados una parodia de lo que ya era una parodia. La gente que no ha extraviado toda la sensatez y almacena un poco de nostalgia por lo decente quisiera que esta potenciación de lo absurdo tuviera las propiedades de los signos en una ecuación, que al multiplicarse dos magnitudes negativas emergiera una positiva. Lo que sucede es lo contrario. El ridículo se presenta como una hidra que todo lo devora.

El resto tímido, la masa apática y el pueblo adoctrinado aceptan las nuevas condiciones. No es tanto que se resignen a conformarse con los cambios, sin importar cuán absurdos sean, sino que en ocasiones ellos mismos tocan las fanfarrias, golpean los tambores e incluso colman de libaciones al enemigo que entra triunfante. No hay nada que defender. La normalidad como la conocíamos carecía de importancia. Todo es sujeto de enmienda y formulación, incluso lo que en días pasados se tenía como vital. Estas actitudes son el resultado inequívoco de una sociedad casada con la inmanencia. Y por eso es que la evolución de lo ridículo no debería sorprender a nadie: lo extraño sería que se detuviera el crecimiento orgánico de lo absurdo.

Una cosa sí que debería dar pena: el lastimoso festejo de los ingenuos que celebran el retorno a la “nueva normalidad” pensando que se trata de una vuelta genuina a la forma de vida que dejamos en pausa (que nos dejaron en pausa, más bien). Va de nuevo, la historia no tiene un botón de reset para la mente progresista. Debería ser motivo de asco, no de festejo o tímido alivio, que los gobiernos hablen oficialmente de la "nueva normalidad". Aceptar esa retórica equivale a creer que, desde el escritorio de un burócrata, se puede hacer borrón y cuenta nueva a la historia. Después de todo, nada es definitivo, nada es seguro, los metarrelatos están muertos; la realidad, la historia, las costumbres, los consensos, el lenguaje y la verdad son líquidos.

No hace mucho los liberales se ufanaban de defender eso que alguien llamó el orden espontáneo. Era una cosa concreta, nacida de una lenta evolución de códigos y acuerdos sociales. Comprendía tradiciones, modos de actuar, de desenvolverse, de interpretar nuestro entorno y a nosotros mismos. Era un ethos. Hoy se mira con recelo y se tilda de paranoico a quien rechaza que la realidad pueda y deba manipularse al antojo de Dios sabrá qué. Se habla de la banalidad del mal en el caso de los funcionarios que, incluso bostezando, firmaban una orden de exterminio. Nosotros deberíamos hablar de la banalidad de la burocracia, de la ingeniería social o del relativismo, de esa facilidad y abulia con que intelectuales, organismos internacionales, medios de comunicación y políticos —La Catedral, en la terminología de Moldbug—, pueden de golpe decretar cambios a los patrones sociales. Cuando la gente está obnubilada renuncia a su cualidad de persona, se vuelve masa, y entonces el edicto del tirano o la propuesta ridícula del intelectual son vistos con indiferencia, y a veces con cierta alegría. 

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