Conservadurismo, tradición y reacción


El ridículo no es una magnitud estática en la historia. Es una fuerza voraz, creciente, que busca perfeccionarse. Y lo hace de manera exponencial. Llega un instante en que el espectador de la metamorfosis se ve obligado a decir: Basta, ha sido suficiente. La epifanía más amarga de todas consiste en darse cuenta de que todo es deriva y que no hay nada inmutable y trascendente a lo que aferrarse. Durante el naufragio también llega la conclusión más devastadora: nada, ni lo inmaterial ni lo humano, escapa de la ley de la decadencia. 

Quien se ve en una situación semejante no puede evitar preguntarse en qué momento la realidad entera, y con ella los hombres, perdió sentido y devino parodia, abyección y vileza. Vivir consciente del absurdo cotidiano anima a remover las piedras gastadas de la civilización en el ánimo de hallar el punto de inflexión. Tristemente, decodificar la historia, a pesar de su linealidad, no es tan sencillo como hallar la derivada de una función. Por eso el mito resulta conveniente. Resulta más fácil decir que venimos arrastrando el error de los primeros hombres y que, en lo subsecuente, no hemos hecho más que sofisticar nuestra miseria con la vana esperanza de reconquistar el cielo. Si esto es verdadero, entonces Dios fue generoso: no nos dio solo la tierra y los animales, sino que también nos otorgó la historia para que la trabajáramos. 

Hay dos grandes momentos en la literatura de Vargas Llosa que dan cuenta de este momento en que la incredulidad, el asco, la furia y la indignación se encuentran. Uno de ellos, el más citado —y peor entendido—, corresponde al paseo de Zavalita que antecede su entrada al bar La Catedral. Mientras ve y padece la podredumbre limeña se pregunta en qué momento se había jodido su país. Cuando entendemos que la historia se cuenta en retrospectiva, comprendemos que conocíamos el final de antemano. Y con lo que nos encontramos es lamentable: lo que sea que haya pasado tornó a Zavalita en un personaje mediocre, derrotado e impotente. La segunda instancia se halla al inicio de Historia de Mayta, cuando el narrador, alter ego del propio Vargas Llosa, elogia el hábito de correr por las mañanas como antesala de una de las más amargas diatribas sobre la inmundicia ya no del tercer mundo sino del proyecto humano: 

Es una buena manera de comenzar el día […], a condición de centrar la mirada en los elementos y los pájaros Porque lo que ha hecho el hombre, en cambio, es feo. Son feas estas casas, imitaciones de imitaciones, a las que el miedo asfixia de rejas, muros, sirenas y reflectores. Las antenas de televisión forman un bosque espectral. Son feas estas basuras que se acumulan detrás del bordillo del malecón y se desparraman por los acantilados. ¿Qué ha hecho que en este lugar de la ciudad, el de mejor vista, surjan muladares? La desidia […]. Si uno vive en Lima tiene que habituarse a la miseria y a la mugre o volverse loco o suicidarse.

Vargas Llosa escribió Conversación en La Catedral cuando era un típico intelectual latinoamericano, casado con las modas ideológicas marxistas. Historia de Mayta es la primera novela que escribe tras desencantarse del comunismo. Ambas exploran el tema de la corrupción moral. En Conversación, se pretende hacer un examen global de los efectos del totalitarismo sobre la sociedad en su conjunto. Mayta constituye una alegoría de los ideales rotos de una generación que lo apostó todo a una ideología miserable y violenta. En cada uno de los casos la lucha se traduce en caída. Después de todas las batallas, de las derrotas y los sacrificios vanos, uno se ve tentado a compartir la desazón de los personajes: el mundo al que se enfrentaron no ha hecho sino degradarse, la acción humana, siempre insuflada de grandes ideales, parecería encaminada a acelerar la decadencia.

Quedan, sin embargo, dos demonios: la esperanza y la nostalgia. Quien oye sus voces empieza a añorar un pasado de glorias, o cuando menos un tiempo menos nefasto, y a pensar que es posible volverlo a construir. Ésta es la dialéctica de la decadencia. Si la materia y el espíritu van a corromperse se necesita de la frustración humana. Pero para que alguien sea capaz de ella tiene que albergar cierto anhelo por la grandeza y el bien. La apatía y el desinterés solo estacan el decurso del tiempo. Hay dos formas generales de encausar la esperanza y la nostalgia ardiente en un proyecto político. Uno es el conservadurismo, el otro la reacción. Decidirse por uno u otro supone emitir un juicio categórico sobre la historia. 

El conservador extraña un mundo anterior, pero en cierto modo cercano, táctil, oculto, como un animal tímido, en una leve borrasca que, da la impresión, puede disiparse. Tal vez haya visto con sus propios ojos esa realidad, en cuyo caso añora lo que ya se desmoronaba en su infancia. No todo está perdido. El conservador no duda de la nobleza del actual proyecto civilizatorio, tan solo cree que se ha desvirtuado y por eso quiere rescatarlo. Considera que sus instituciones son en general las correctas, que en el espíritu fundacional de su tiempo se halla el ápice de la mente humana. Los más tibios apuestan al sueño de Popper, confiando que en el diálogo abierto se llegará al consenso y que triunfarán la razón, la nobleza y el orden. Los representantes más extremos del conservadurismo quisieran purgar a la civilización de sus peores elementos y arrancar de raíz las ideas que subvirtieron lo que hasta entonces se había construido. Recuerdan que hay una cultura y hacen énfasis en que sin un destino común y acaso trascendente toda sociedad individualizada hasta el absurdo está condenada a vagar como Caín en los desiertos de la historia. 

El reaccionario es un personaje multifacético y heterogéneo que abjura de la Modernidad y el espíritu ilustrado. Tal actitud constituye, para la mente democrática (incluida la conservadora), un auténtico anatema. El rechazo no es a una perversión propia de los tiempos que corren, sino al paradigma en su totalidad. El reaccionario considera que la Tradición no es el pasado sino lo eterno. Derechas e izquierdas representan dos cabezas de la misma criatura. Ambas son progresistas a su modo. La izquierda, en el más puro espíritu trotskista, ambiciona la revolución permanente, mientras que la derecha prefiere tomárselo con calma aunque finalmente acepte los cambios. Un reaccionario no se sorprende al constatar que, tras unas cuantas décadas o incluso pocos años, las innovaciones de la izquierda son defendidas por la derecha. Acaso se deba a que el conservadurismo se deja guiar por el principio de la maximización de los beneficios y sabe que la agenda progresista complace a las masas, o bien porque los conservadores, debido a los vicios propios de su pensamiento, no son capaces de concebir un mundo que no se ajuste al imaginario ilustrado, democrático y progresista. En suma, la actitud reaccionaria no busca poner en orden el caos, recoger los vidrios del suelo y reparar lo que se ha roto. Desea, en cambio, recuperar la eternidad y, con ella, sus valores y su espíritu. Entonces los hombres podrán perseguir metas que superen el diminuto claustro que su ego ha construido. 

La anterior, sin duda, es una esquematización limitada. En los siguientes artículos intentaré ofrecer un panorama general, si bien introductorio, a ambas posturas, así como apuntes críticos a los mismos. Éste ha sido un simple comentario a propósito de la nostalgia y la esperanza en tiempos en que la ridiculez progresista alcanza cuotas que hacen imposible la apatía. Quisiera, por el momento, terminar con una nota elevada. Si fuera cierto que no hay escape a la ley de la decadencia, también sería cierto que no hay freno al ímpetu humano de rebelarse contra lo miserable de su condición.  

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