La fragilidad de los intelectuales


La vida en los claustros de la mente concede al intelectual una engañosa sensación de presencia. La idea, entendida como una categoría, modela al mundo social en la medida en que no hay grupo humano que soporte un devenir sin discursos comunes. Aun si el individuo pertenece a la estirpe de los solitarios, el relato es lo que en última instancia determina su postura: negación, afirmación o indiferencia, las actitudes son una respuesta al hilo conductor del existir cotidiano. A diferencia del hombre común, que recibe las ideas como algo dado, el intelectual se asume como parte activa de la conformación de una realidad social que, dadas sus dimensiones, lo excede. El intelectual está llamado a trascender su tiempo. El precio de esta suerte de «mandato histórico» o «consigna de clase» es la tendencia al aislamiento. El personaje de ideas se traslada a un plano paralelo, a su torre de marfil, donde la contundencia de los hechos queda diluida para ser reemplazada por la levedad de los discursos. No solo es trágico que el mundo concreto desaparezca efectivamente para estos personajes que no se manchan las manos si no es con tinta, la verdadera catástrofe de su condición estriba en que deben afrontar el hecho de que solo algunas ideas son fértiles y que el grueso de los discursos, en el mejor de los casos, sirven nada más para replicar una narrativa mucho más grande. Por lo mismo, más bien es raro el intelectual imprescindible. En la mayoría de los casos, quienes se consideran intelectuales son en realidad mercenarios y maquiladores de la idea en boga. Mientras dura la ilusión, en tanto no se derrumbe el paradigma que ellos han contribuido a modelar, pueden permitirse el lujo de vivir en el ensueño que los protege de ver con sus propios ojos y sentir con su carne la realidad tangible. Cuando se agotan los discursos al hombre de ideas no le quedará más remedio que abrir los ojos para contemplar su pobre fundo: la tierra baldía del pensamiento gastado. El intelectual no es menos prescindible que el peón. Las ideas, al igual que las hortalizas, además de fecha de caducidad tienen en común que pueden ser cultivadas por tantas personas como mano de obra haya disponible.   

Vivimos, al menos en Occidente, tiempos de inusual gentileza. Acaso se deba a que las democracias liberales ablandan el ethos de quienes las padecen. En tiempos más brutales, previa explosión del humanismo como eje rector de los discursos de las élites, el exilio y el campo de trabajo representaban buenas opciones para que el poder se hiciera cargo de sus desechos orgánicos. Que se sigue matando por pensar en lo indebido es un hecho del que no tiene sentido dudar; sociópatas y paranoides en puestos de poder los hay en todas las épocas. La diferencia está en que el presente democrático, y más en épocas en que el flujo de información no se detiene, reclama la elaboración de subterfugios sofisticados. Existen, asimismo, el ostracismo, la humillación y la damnatio memoriae, el viejo castigo romano que consistía en condenar el recuerdo de un muerto con miras a borrarlo de la historia. Porque no son el asesinato ni la humillación lo que borra la dignidad —la enaltecen, por el contrario—, solamente el olvido total puede cristalizar tales pretensiones. Resulta ingenuo postular que solo en las tiranías el poder —el Estado y otros poderes fácticos, sean corporaciones o academias— gusta de contratar a un ejército de mercenarios con teclado a los efectos de ensuciar el nombre de los elementos más incómodos de la sociedad. Además de que lo vemos en las democracias, este se ha erigido en el método predilecto de quienes no tienen la vía libre de la violencia cuando se trata de acallar una voz incómoda o una idea perniciosa. Basta con echar un vistazo a los periódicos digitales y los conductores de programas noticiosos para constatar que la originalidad del pensamiento y la libertad de palabra son mitos de los cuales se valen los gobiernos modernos para legitimarse. De ahí que no sea para nada infrecuente que, en un breve lapso, aparezcan piezas casi idénticas sin otro fin que el de reiterar una idea, por ejemplo la de que cierto personaje no merece la dignidad debido al peligro que suponen sus planteamientos. ¿Alguien podría afirmar que semejantes cacareos en coro son reacciones espontáneas? ¿Se puede negar que la maquila de ideas es una práctica más bien usual y que la indignación ante ciertas formas de pensar no es fabricada y dirigida? Se suele argüir que semejantes prácticas son antidemocráticas. Nada más erróneo: no es que escribir artículos consensuados con tal de complacer a la hegemonía sea antidemocrático; es que es característico del sistema. 

Allá donde la violencia y la censura se han legitimado, las diatribas de otros intelectuales en contra de alguien de su gremio son, por un lado, una muestra de benevolencia de parte del poder y, por otro, un mecanismo para preservar el estatus. Se equivocan los liberales cuando afirman que los totalitarismos degradan al individuo y en su lugar encumbran al colectivo. En rigor, por encima del hombre y de los grupos las tiranías —y en realidad todo sistema de poder— elevan a la idea abstracta. Puesto que no hay hegemonía sin discurso, es a partir de este que el poder puede consolidarse y aspirar a la permanencia. El intelectual, en tanto que instrumento de la narrativa de su sociedad, verá muy pronto que no hay mejor estrategia que sumarse al furor de los tiempos. Sucede en épocas «gloriosas» y en las eras decadentes. Reconocerlo es lo mínimo que debería hacer todo aquel que, sin importar sus filiaciones ideológicas, aspira a examinar con honestidad intelectual los engranajes de una estructura social e histórica dada.  

No siempre el Estado tiene el tiempo ni la paciencia o la sofisticación de base que se requieren para condenar la memoria de todos los elementos incómodos. En tales circunstancias la violencia se vuelve frontal. En vez de una coalición de escribidores manchando la honra del pensador criminal, la policía o los servicios secretos se hacen cargo de la voz impertinente. En tiempos soviéticos, el gulag era el destino de los disidentes que se salvaban de morir de un tiro en la espalda, una sesión de interrogatorios con tortura incluida o la faramalla de un suicidio. No se puede erradicar toda la mala hierba dado que no hay totalitarismo sin vocación didáctica: nunca está de más contar con un ejemplo visual —hombres apilando piedras, mujeres segando un campo estéril, todos muriéndose de hambre— que al tiempo que insufla el miedo inspire la colaboración de los que de otra forma se rebelarían o permanecerían indiferentes. Acuden a la imaginación casos de poetas ejemplares, como Osip Mandelstam o Joseph Brodsky, exiliados por escribir los versos equivocados. Se los recuerda por la heroicidad de su resistencia, uno en la muerte y el otro en la fuga. Menos atractivo es hablar de voluntades despedazadas porque entonces tenemos que tragar la píldora amarga de la verdad: no hay arte que salve a un espíritu roto. 

En ninguna otra persona como en el poeta Oskar Pastior resuena con tanta fuerza la afirmación que hizo a varias décadas de haber sido liberado de los campos de trabajo soviéticos: «Los intelectuales fueron los que primero abandonaron su moral en el campo de trabajo, mucho antes de que la gente sin educación». Lo sabe él, que tras purgar la condena y volver a su país natal, Rumanía, no consiguió resistir la presión a que fue sometido por la policía secreta. En su ensayo Di que tienes quince, Herta Müller expande la observación de Pastior apuntando que 
Los intelectuales estaban acostumbrados a mostrarse en sociedad. Dado que la realidad del campo de prisioneros era justo lo contrario, es decir, la disolución de la sociedad para transformarse en muerte por trabajo, hambre o frío, el sistema moral se viene abajo enseguida. En cambio, la llamada gente sencilla conservaba una sola frase en la cabeza: «Eso no se hace». 
Cuando Pastior hizo el comentario, probablemente en un encuentro privado, Herta Müller ignoraba que su colega y amigo había pasado los últimos años de su vida entregando informes al régimen de Ceausescu. Entonces imaginó, o se forzó a imaginar, que la fragilidad de la que hablaba el poeta se refería únicamente a aquella que caracteriza a los hombres de ideas que, por la naturaleza de su profesión, no habían pasado por las mismas penurias que los campesinos, los obreros o los comerciantes anónimos. 

No sorprende el cristal delgado del que están hechas las voluntades intelectuales. El hombre de ideas que cae de la gracia se enfrenta a una desolación inmediata que acaso sea más profunda que aquella de los que nunca fincaron su vida en los recintos de su mente. El oprimido corriente verá en su infortunio una prolongación de la tragedia que lo signó desde el principio. El intelectual, espíritu hipersensible, será como un Adán que ha recibido el veredicto de su crimen. Quizá sea cierto que en la sumatoria del sufrimiento, si es que cuantificar el dolor es lícito, el intelectual caído padece mucho menos que el anónimo. Lo que de algún modo salva a la gente sencilla de la desesperación no es tanto su falta de sensibilidad innata como el hecho no menos ominoso de que la maldad obnubila los sentidos, y esto, por otro lado, es lo que tiende a forjar virtudes tales como la resistencia y la gallardía. Müller plantea cuatro escenarios sobre la situación de los intelectuales en las tiranías —que erróneamente en todos sus ensayos, discursos y novelas denomina dictaduras—:
  1. La persona se pone a disposición del régimen sin que se lo pidan. «Quiere alcanzar una posición y los privilegios que van aparejados a ella (…). En el caso del que se presta voluntario, no entra en juego el miedo, sino el deseo de reconocimiento y autoridad. El voluntario quiere mandar sobre todos a pesar de su mediocridad, de la que es consciente, pero que jamás reconocerá ante los demás (…). Después afirmará seguir creyendo que actuó de forma correcta y que quería el bien de todos. Y que aquello realmente era el bien, solo que se entendió mal y se tradujo en lo que no debía ser».
  2. La persona se presta a colaborar sin que el régimen se lo pida expresamente. La motivación es el miedo, «así como cierta inseguridad y un poco de mala conciencia». La antipatía de Müller hacia los «verdugos con miedo» se pone de manifiesto en afirmaciones como esta: «El que colabora se da cuenta de que ha valido la pena (…). Después afirmará que lo único que hizo fue cumplir órdenes. Que de nada le habría servido negarse a colaborar». Pastior es un buen ejemplo de esto. De ahí que, cuando se enterara de la verdad, Müller lo encontrara insoportable. ¿Podría desdecirse o al menos matizar un poco este punto? Pareciera que en instancias del terror el oficio de la supervivencia puede ser indigno, más aún cuando quien cede es un artista. 
  3. Hay quien está dispuesto a colaborar sin que nadie se lo pida. Viven a la espera de un momento que jamás llega. Cuando cae la tiranía, pueden sonreír y mostrar al juez de la historia sus manos limpias. Esta clase de individuos, inocentes por pura casualidad, tampoco despiertan simpatía a Müller porque, a decir de ella, con su silencio se vuelven de facto simpatizantes. La indiferencia, más que una vía de preservar la vida, equivale a colaborar con lo inicuo. Un régimen tiránico aprecia a los que callan tanto como a los que aplauden.
  4. Habrá quien no se preste a colaborar. Müller escribe una rápida autobiografía en este párrafo: «Se le pide y él se niega. O ni siquiera se le pide, porque el Estado considera que ya es demasiado tarde. Es un renegado y se convierte en enemigo (…). Si tras la caída del régimen no le han quedado secuelas importantes, es que está muerto».

Los cuatro, argumenta, pueden convertirse en escritores. No se equivoca, es algo que se ve con regularidad. Aunque el objeto de estudio de Müller son los totalitarismos modernos, sus observaciones son válidas para la sociedad democrática y ayudan a explicar el porqué de la anexión de la clase intelectual al pensamiento hegemónico. Cuando el miedo ya no es el campo de trabajo, lo es el desprestigio. La nuestra, después de todo, es una especie volcada a conseguir la mayor cantidad posible de estima. Existe una conclusión adicional, y esta es que, al contrario de lo que pregonan los creadores, el arte no es por naturaleza ni neutral ni opositor al statu quo. Argumentar lo opuesto, y sostener que el único arte auténtico es aquel que transgrede los atavismos, es caer en la trampa del idealismo ingenuo. Después de una primera revuelta, el arte revolucionario tiende a hundirse en la complacencia y el lugar común. Incluso se llega al punto de que su fealdad, su falta de espíritu y oportunismo resultan útiles para conformar el relato oficial de su tiempo. De un lado, el realismo socialista en la literatura y la arquitectura soviética que volvía de las ciudades cuarteles; de otro, el arte moderno y los bloques uniformes y acristalados que se elevan en las metrópolis congestionadas del capitalismo. El cansino despliegue de formas abyectas, que más que horror provoca bostezos, es muestra de cómo el tedio y la monotonía son el aliento de lo hegemónico. Del mismo modo, y para ahondar en la desdicha, la autenticidad de las obras contemporáneas a su época poco dice de su postura ante el discurso preponderante. Sucede con frecuencia que una obra ingenua y sincera, en la connotación positiva de los términos, es funcional al discurso de turno. Resuenan las palabras de Hannah Arendt: «en la Época Moderna, los filósofos (…) pasaron a ser lo que Hegel quería que fueran: órganos del Zeitgeist, portavoces que expresaran con conceptual claridad el talante de la época». Filósofos es, tal vez, un exceso. Intelectuales y creadores son términos que se adecuan mejor a lo que observamos en la modernidad.

Este examen cínico, que ubica el grueso de las expresiones artísticas como espejos de la hegemonía, no niega en modo alguno la realidad de la subversión ni implica que un arte contestatario sea imposible, como tampoco asume que lo insurrecto, lo que contradice al statu quo, es por sí mismo virtuoso. Mi intención no es, por lo pronto, elaborar un paradigma que permita dilucidar el valor de las expresiones artísticas. Grandes clásicos han nacido del furor de su época. Lo que se argumenta es que sortear los muros del pensamiento omnímodo, sea a través del arte o de la articulación de ideas, supone la que, a nivel de la mente, es la más compleja y peligrosa de las hazañas. Acaso por esta pequeña pero real posibilidad y por el hecho de que aún hay creaciones que anteponen la búsqueda de lo sublime —en sus dimensiones gloriosas y trágicas—, que no sea una pérdida de tiempo vagar por los médanos del arte. Si el horizonte contemporáneo se hace insoportable y las energías se agotan, queda un consuelo: los clásicos siempre lo estarán esperando a uno.

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