Capitalismo y Estado después de la pandemia

El debate que, a propósito de la pandemia,  protagonizaron dos de los más famosos filósofos pop del momento, Slavoj Žižek y Byung-Chul Han, me devolvió a hacia una época bastante patética de mi juventud tardía. Entonces era un entusiasta del libre mercado que, sin pena alguna, naufragaba entre las corrientes de la educación pública. Yo, que había nacido el mismo año que cayó el Muro de Berlín, no concibía el anacronismo en que vivían y siguen viviendo las universidades. El catecismo al que nunca asistí de niño lo padecería en la licenciatura, con la diferencia de que el libro sagrado no era la Biblia sino El Capital. El maestro de economía política, troglodita de dos metros de alto,  saco de cuero y pelo a la cintura, acarreaba con orgullo su infamia: exconvicto, había participado en un sinfín de huelgas, traficado con marihuana y luchado con afán incansable contra las fuerzas de lo que él daba en llamar el «capitalismo salvaje de credo neoliberal».  Tan bien conocía al enemigo que estaba convencido de algo que sus camaradas se empecinaban en negar: el capitalismo no se va a caer nunca por sí solo; hay que tirarlo. La candidez de Žižek, un convencido de que el modo de producción capitalista vive sus últimos estertores,  habría provocado en mi maestro un largo bostezo seguido de un episodio de reflujo gástrico. No es en el auge, sino en la crisis donde triunfa el capitalismo. Sus fuerzas internas son menos endebles de lo que habían teorizado sus adversarios de los siglos XIX y XX.

Marx profetizaba el derrumbe del capitalismo como resultado de la profundización de sus contradicciones. Las crisis cíclicas de superproducción serían cada vez más frecuentes y más hondas debido a un creciente aumento en la composición orgánica del capital y de la pauperización de las clases trabajadoras.  La revolución es solo cuestión de tiempo.  El problema de la ortodoxia marxista, y en esto habría que disculpar a su profeta, que no tenía suficientes datos para replantear su teoría, radica que se olvida de tomar cuenta que, ahí donde reina, el capitalismo se erige en el más recio de los organismos. De ahí su aparente y, para muchos, frustrante inmortalidad.  Desde luego, los marxistas tradicionales no podrían concebir un capitalismo eterno pues la sola idea viola las leyes históricas del materialismo dialéctico. La suya es una filosofía insostenible sin la fe en la catástrofe.

La pregunta que hoy todos parecen hacerse es si el capitalismo liberal sobrevivirá a la más reciente y aguda crisis de los tiempos actuales: el surgimiento de un virus que se ha propagado por el mundo entero. No vale la pena malgastar el tiempo analizado los delirios de Žižek, que más que un análisis riguroso son una plegaria. Byung-Chul Han, por el contrario, entiende bien la fluidez del espíritu del capitalismo: así como el agua se amolda a la estructura que la contiene, el capitalismo puede adquirir un acento particular según la exigencia de los tiempos; en ocasiones se presenta abierto —lo que unos llaman “neoliberalismo”—, en otros cerrado sin que por ello devenga en socialismo pleno. Aquí no interesan las refutaciones dogmáticas delos liberales ni tampoco los baños de pureza ideológica. La realidad es una, y esta demuestra que la estructura económica de la civilización occidental moderna descansa sobre las bases de un sistema híbrido que alterna entre distintos grados de intervención y propiedad. A esta madeja de formas modernas de pensar la economía llamémosla, por conveniencia, capitalismo. Cuando no se trata de ingenuidad pueril o franca oligofrenia, suponer que los intervencionistas del último siglo y los socialdemócratas actuales pretenden la erradicación del sistema económico basado en la propiedad privada y los intercambios libres constuye un acto de deshonestidad intelectual. Los más cursis, humanistas que quisieran la socialización pero que no tienen los arrestos para asimilar por completo el ideario socialista, hablan de imprimir un rostro humano al capitalismo. A la luz de las múltiples advocaciones de la superestructura económica, para ponerlo en términos marxistas, no se equivoca Byung-Chul Han cuando afirma que la pandemia actual no representa el tiro de gracia al sistema, sino una oportunidad de insuflarle nuevo aire.

El coreano, por supuesto, lo lamenta. Si Žižek es la voz de una intelectualidad furiosa y fallida, los artículos de Byung-Chul Han rezuman el pathos desolado de una generación a la deriva de la historia, compuesta de sujetos atomizados para quienes el futuro, más que negro, se presenta como un muro: el sueño de la sociedad abierta no habría sido la última y prístina nota en la sinfonía de nuestra especie, sino un patético fade-out. Žižek, como todos los marxistas, cuenta con el consuelo del optimismo. Lo profetizado tiene que complirse. Si no es el virus, será otro evento. El hombre que está más allá de la posmodernidad misma se estremece ante la posibilidad de mayores controles dentro del marco de la economía de mercado. El futuro estará regido por un Estado policial creciente, fronteras cerradas, vigilancia constante. El mañana es la asfixia del sujeto presente.

No deja de llamar la atención que Byung-Chul Han, ciudadano alemán nacido en Corea, se muestre por un lado antipático ante la respuesta laxa tanto de los gobiernos como de los ciudadanos occidentales frente a la crisis y que, por el otro, envidie la obediencia colectiva de sus hermanos orientales ante las medidas de sus gobiernos. Él lo achaca, correctamente, a una tradición milenaria de raigambre colectivista. Cuando Hannah Arendt se refiere a la monotonía de los totalitarismos orientales evoca su inusual estabilidad. Podrían citarse los cambios dinásticos, las revoluciones y, más recientemente, la adopción de la democracia como contraejemplos, pero lo cierto es que, a través de sus diversas expresiones, la naturaleza del modelo asiático de poder se ha manteido congruente con una tradición según la cual el individuo se expresa como una función del grupo y no a la inversa. Apunta Byung-Chul Han que la obediencia ordenada de los orientales no podría concebirse si no se la toma como un producto de un largo historial de homogeneidad y rigidez. Él mismo denuncia y hasta exagera los extremos absurdos a los que ha llegado el gobierno chino, pero admite la envidia que le produce la actitud dócil de los ciudadanos asiáticos.

La disonancia cogntivia de Byung-Chul Han es la del individuo que quisiera pertencer a algo más grande y que, por motivos históricos, ha quedado reducido hasta su más pura y soltiaria materia. Este individuo observa con horror las expresiones que adopta el poder ahí donde la mentalidad de manada deviene piedra angular de los discursos sociales, al tiempo que anhela una forma de cooperación que solo es posible donde el individuo delega sus responsabilidades a la autoridad. Hacia el final de un artículo publicado el 7 de abril de 2020 se pregunta:

¿hemos de temer que a raíz de la pandemia también Occidente acabe regresando al estado policial y a la sociedad disciplinaria que ya habíamos superado? Por culpa del virus ¿el liberalismo y el individualismo occidentales serán ya pronto cosa del pasado? O ¿la epidemia descontrolada y sus incontables muertos son el precio que tenemos que pagar por la libertad?

La retórica del filósofo es tramposa. El adjetivo «incontable» remite a una idea catastrófica que no tiene base en la realidad observable pero que es congruente con el tono empleado por los medios masivos de comunicación y los políticos. La elección de palabras no es un asunto menor. Las hegemonías comienzan en la lengua. Sin idea ni relato el poder deja de ser viable. Incluso el terror más crudo, menos meditado y bestial tiene origen y progresa en la idea. Emparejar el concepto de la libertad con una imagen devastadora e inconmensurable denota el temor, la desinformación o, en el peor de los casos, la deshonestidad intelectual. Elegir un lenguaje matizado sería ceder el terreno a la posibilidad de que la libertad, como se la concibe en el Occidente moderno, se reivindique. Y este no es un problema exclusivo de Byung-Chul Han o de un par de intelectuales, sino de la sociedad en su conjunto. La conversación sobre la pandemia ha degenerado en vil cacofonía, un diálogo de sordos.

Como la gente sensata, hago lo posible por sobrevivir la incertidumbre. Esta vez he procurado hacerlo en silencio. Ha sido sencillo habida cuenta este carácter introvertido que, tal parece, no ha sido un error evolutivo.  Francamente, no tengo ánimos de comentar el presente ni de sumarme a un relato de la pandemia. Me aburren los diálogos, conozco mi postura, hace mucho he decretado la inutilidad de los debates y la verdad es que no escribo con la intención de convencer sino de ventilar ideas por el placer de hacerlo, con la modesta esperanza de que quizá resulten valiosas. Me intriga, sin embargo, especular sobre el mundo que resultará de la crisis. ¿A qué se debe la persistencia de este pensamiento inquietante? ¿Por qué insistimos en ver la crisis actual como un parteaguas de la historia? Acaso la razón esté en que, hasta ahora, habíamos vivido en un tedioso equilibrio. Las vicisitudes a las que nos enfrentábamos se presentaban más como profecías cumplidas que como sorpresas. Para el derechista, la decadencia moral no era ya una sorpresa sino una conclusión lógica de la sociedad progresista. ¿Travestis aleccionando a niños en las bibliotecas públicas? Una raya más al tigre. Para el progresista, que el presente no fuera lo suficientemente revolucionario era apenas un inconveniente: la mesa de la historia estaba servida para ellos, habían librado los mayores obstáculos, era cuestión de tiempo para concretar sus proyectos. Hoy, sin embargo, el virus nos ha confrontado de nuevo a nuestra condición finita, y es gracias a lo tangible de esta vulnerabilidad que nos abate la sensación de que un terremoto ha sacudido los cimientos de una estructura que pensábamos inamovible. En las calles vacías y tras las puertas cerradas se hallan los signos de un futuro ominoso, cerrado, donde el miedo (al Estado o la infección) es la moneda de cambio. Nos preguntamos ¿este mundo endeble fue el límite del gran proyecto liberal? ¿Los occidentales tendremos que echar marcha atrás, aceptar que nos engañábamos, que no buscábamos la libertad individual sino la comodidad y la seguridad? Si es así, habrá que recibir con los brazos abiertos o bien con la cabeza agachada a la sociedad cerrada y vigilante del futuro.

Si la normalidad no se renueva y al terminar este episodio volvemos al status quo, por lo menos podemos agradecerle al virus que nos recordara nuestra naturaleza, que es también la naturaleza del poder. Y el poder, lo sabemos, se embriaga de sí mismo. No deja de asombrarme y producirme asco la obediencia colectiva ante medidas cuya sola mención algunos meses atrás habría resultado absurda. Enternece, hasta cierto punto, la desazón de los estadounidenses y algunos europeos ante la posible escalada en los controles sociales, mientras que en la América hispana los gobiernos han recurrido a medidas cuartelarias para contener a su población, y todo con el aval de millones de personas, intelectuales incluidos, zurdos y derechistas por igual, que tal vez nunca valoraron como ellos creían los dogmas de la libertad y la responsabilidad individual. Ellos también, los alarmistas y salvadores morales de este tiempo, han quedado reducidos al utilitarismo: la cárcel temporal es un escenario preferible a cualquiera de los estragos psicosociales y económicos que se deriven del encierro. Saldremos adelante, algún día. Es lo que hacemos como seres humanos. Si es así, si tanta fe tenemos en el futuro y en la resiliencia de los hombres, qué más da tentar al minotauro. Siempre podremos escapar del laberinto.

Publicar un comentario

0 Comentarios